Nueva columna semanal sobre el día de San Isidro. Desde mi colmena en Alcorcón: Si te vienes pá Madriz, chulapa mía
Desde que tengo memoria, el día de San Isidro tocaba madrugar. Estaba loca de contenta por volver a ponerme el consabido vestido a pesar de que, en solo dos años de uso, ya había dejado el volante de la falda cubriéndome poco más abajo de las rodillas. La imagen que me devolvía el espejo me recordaba más a un Fofito de los payasos que hicieron reír a mi generación, que a una Susana o una Casta: una morena y una rubia hijas del pueblo de Madrid. Pero yo tan contenta porque aún disfrutaba de un día en otra época, con otro rol, amenizado por el ingrediente favorito de la infancia: el disfraz.
Sobre mis hombros caía un precioso mantón de Manila, más grande que el vestido. Y allá iba yo, toda de lunares rojos desde los hombros con sus mangas de farolillo hasta las espinillas, donde al menos lucía unos calcetines de laborioso encajillo, que tal vez compensaran la desproporción en la zona superior.
Lo de comprar un vestido nuevo podía esperar. Sin embargo, ningún año faltaba el estreno de los zapatos blancos pensados para una expiación garantizada: nuevos, rígidos y siempre justísimos, contra los cuales solo me protegería el armamento de tiritas bien aprovisionado en el bolso de mi madre.
Las ojeras eran inevitables mientras la noche con rulos, previa a este día, formara parte del ritual junto al calzado de penitente (combinación ésta, que se repitió de igual manera para la Primera Comunión).
En todas las ocasiones recuerdo cómo, para desesperación de mi madre, según iban cayendo los infructuosos rulos mi rebelde pelo liso se liberaba con un respingo insolente: “¡Toma!”, parecía decir, y se quedaba tieso otra vez. Total, para después cubrirlo con un pañuelo que sólo acentuaba mi cara de pan y un clavel que la apepinaba. Rematábamos la faena pintando los labios de rojo, lo cual no mejoraba la imagen.
Pero nada de todo lo detallado lograba mermar la emoción de este día. Además, la mayoría de nosotras asistíamos de la misma guisa y aun así, nos decían: guapa, guapa, guapa… empezando por las vecinas que, un año más durante el tour de puerta en puerta previo a cualquier acontecimiento, armarían el jolgorio pertinente alabando a la niña, hay que ver qué guapísima va mi niña.
Algunas ya me miraban desde abajo, porque aquí la niña tenía once años que en altura equivalían a quince. Sufría sentimientos encontrados: de un lado, la ilusión de vestirme para San Isidro; de otro, sentirme como una jirafa ataviada para un circo que cada vez aplaudía con menos convencimiento. Porque era evidente que para mis vecinas ya había perdido la gracia de los primeros años. Una edad complicada, de los once… en adelante (con cuarenta y siete sigo hecha un lío).
Terminado todo el protocolo previo, por fin nos subíamos al coche, camino de la ermita de San Isidro.
Tras una odisea buscando aparcamiento en los confines del universo, los cinco integrantes de la familia telerín llegábamos a la pradera y nos uníamos a la muchedumbre en los caminos que componían la romería madrileña.
Calor, un sol de justicia, olor a tripas fritas (las gallinejas y los entresijos) que revolvían las mías, mosquitos más sedientos que nosotros… Aún así, el aire festivo nos hinchaba el pecho, nos provocaba una sonrisa inalterable, una deliciosa euforia, y nos arrojábamos al mogollón sin miedo. Recorríamos puestos que vendían infinidad de chucherías y recuerdos, y sobre todo, acudíamos a los que ofrecían las rosquillas tontas, las listas y las que -como decía mi padre- aprobaban con cinco pelao, como su hija. Las obleas me perdían… siempre me zampaba una, dos, tres… hasta que las costuras del vestido ya no aguantaran.
No había grupos escuchando otra música en la hierba que bordeaba los senderos. Prevalecía el sonido de los organillos sobre el del altavoz de algún cassette que, desde algún chiringuito de bebidas, dejaba intuir el ritmo de Los Chunguitos, Manolo Escobar o alguno de los grupos heavys, que ya entraban con fuerza (eran los años ochenta).
Desde dichos organillos, diferentes melodías, dulcemente atimbradas por la manivela de un chulapo bien talludito, nos acompañaban a nuestro paso, como si el mundo se hubiera convertido en una caja de música.
Alguna pareja se arrancaba con un chotis, y todos nos deteníamos a contemplar un baile que, por ejemplo, lejos de agitar el aire con abundantes volantes, alegres pendientes de aro y festivas castañuelas, ejercía un efecto hipnótico y poderoso en su chulesca pero elegante parsimonia.
Durante el chotis, las miradas de la pareja se rozaban con el fulgor de un ritual amoroso, a la vez que exhibía la pasión contenida y el gesto orgulloso, perfecto arquetipo de cualquier personaje de Zarzuela que se precie.
Al final llegaba el momento de beber el Agua del Santo (con la sed que acumulábamos, nos habríamos bebido hasta la que nos trajeran del infierno).
Beatones como éramos, esperábamos una cola insufrible, como si de Lourdes se tratara; en mi caso aprovechaba para rogar, como quien echa la lotería, que con un trago del milagroso elixir se borraran las malas notas, los matones del cole y la cara de pan.
Pero nada; el único milagro que se producía era el encuentro casual con algún político. Y siempre -ahí estaba el verdadero milagro– se les podía ver caminar abiertos al saludo, en la tranquilidad de contar con el respeto y la cordialidad presentes en todos los testigos a su paso; no importaba a qué partido político pertenecieran. La educación era indefectible en nuestro comportamiento natural.
Inimaginable hoy, que el propio Congreso de los Diputados ya parece La Corrala.
“¡Agua, azucarillos y aguardiente!”… Feliz San Isidro a todos.
Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Su último libro, ‘Las abejas de Malia: el maestro griego‘ se puede adquirir pulsando aquí. Además, también se puede encontrar en tiendas como la Carlin de la calle Timanfaya, 40, que tiene un grandísimo servicio y amable, como el resto del municipio.
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