Nueva columna semanal que hoy nos relata una anécdota tragicómica con moraleja. Desde mi Colmena en Alcorcón: Y de repente, todo se apaga
Ha sido una hermosa mañana. Luminosa, otoñalmente colorida. Ideal para recorrer la cuesta de Moyano en una hora previa a la cita con una amiga.
Me he deleitado en la belleza de los tomos antiguos. Me he maravillado ―y beneficiado― con la generosa rebaja en los precios de tantas joyas expuestas, descatalogadas pero destinadas a un lugar privilegiado desde donde volverán a reposar en las manos amables de un lector que no exige páginas inmaculadas.
En Recoletos me despido de mi buena amiga, superviviente en esta agenda de tempestades con poca tregua, en la que su amistad sigue venciendo a los compromisos y múltiples obligaciones cotidianas; sobre todo, triunfando contra el olvido.
Ya en Atocha, se me tuerce el humor. En mi progresiva caída desde el grato recuerdo que aún saboreo, encuentro mi primer círculo dantesco en la prisa con que un chico, ansioso por subir al tren, prácticamente arrolla a un anciano que apenas se sostiene sobre una muleta.
Le dedico una expresiva mirada (tampoco tengo que hacer un gran esfuerzo: dicen que tengo mirada de borde hasta cuando estoy risueña, de lo cual, lejos de jactarme, me avergüenzo profundamente). Vuelvo al impaciente egoísta: mis ojos buscan los suyos, oscilando entre el anciano y él con el rictus más sentencioso que encuentro en el huerto de mis encantos para ciertas ocasiones. Nada: como si fuera invisible, como si el resto del mundo no existiera. ¿Pero qué nos pasa?
Erre que erre, se abre paso y empuja para ser el primero en subir, como el personaje de una de estas películas distópicas según las cuales perderemos hasta el último vestigio de ética (no sé si mis libros llegarán a tiempo de evitarlo… porque lo que observo actualmente ya deja “América” de Kafka reducido a una broma en comparación con esto).
Bloqueada a ambos lados por una multitud feroz, me conformo con situarme tras el anciano hasta constatar que queda bien sentado.
Por fin, yo también tomo asiento.
Se reanuda la dulce y florida banda sonora que acompañaba el buen sabor dejado por el paseo en el Retiro junto a mi amiga. Me pongo las gafas y empiezo a leer por encima dos joyas que abarcan las mitologías de todas las culturas: polen de primera para mis colmenas. La emoción me embarga… Vaya, hay páginas subrayadas y anotaciones. Bueno, ¿y qué esperaba, por ese precio? Hay que jorobarse…
Y en estas andaba: renegando, cabeceando y ponderando si debería sentirme estafada, cuando un tornado violento de cuerpos sacudiéndose mutuamente y contra los asientos a lo largo del pasillo provocó ese estallido interior que trueca bruscamente la paz de la lectura en un aviso de peligro con el consiguiente acelerón del pulso y la tensión inmediata de todos los músculos; todo ello sin haber desechado del todo la incredulidad inicial por lo que está sucediendo.
Caen sobre un matrimonio cuya mujer suplica por su marido: “¡Por favor, que mi marido está enfermo!”, hasta que logran zafarse de sus asientos. Finalmente, los tres imbéciles (perdonad el insulto, pero diría que hasta se queda corto para calificarlos), perdiendo objetos por el camino, entre ellos la patilla de unas gafas, van a derrumbarse sobre una especie de Geyperman en los asientos contiguos al mío. Él aguanta unos segundos, hasta que finalmente se levanta con tal ímpetu que se los sacude como un king kong liberándose de sus ataduras. Tras el portentoso meneo con que los arroja al pasillo, los proyecta al final del mismo de una patada, de esas que derriban puertas.
Irracionalmente alborotada como un chimpancé, empiezo a gritarles que por qué tenemos que aguantar esto, pedazos de… (tal y cual). “Venga, Patri, gánate un sopapo, que no te has llevado uno desde que una de las mayores del cole te pilló escribiendo algo feo sobre ella”, reclama una débil vocecilla desde mi arrinconada sensatez.
Ladro como uno de esos perros canijos que son muy valientes atados y bien pegaditos a la pierna de su dueño. Dales caña, Geyperman, pienso, desde el vigésimo eslabón evolutivo al que me ha hecho retroceder la adrenalina; desde alguna capa del cerebro muy lejana al neocórtex. Como un espectador en un circo romano: de lejos. Anda que me iba a meter yo ahí, con lo caras que están las gafas (que aún llevaba puestas ) y el dentista.
Los bronquistas se bajan en la siguiente parada. Intento seguir leyendo. Imposible. Estoy que me subo por las paredes.
El señor que había sentado frente a mí había desaparecido. Me doy cuenta precisamente porque le veo volver y sentarse de nuevo, con una pachorra increíble, como si fuera normal que uno tenga que levantarse de un salto cuando un vagón de la Renfe se convierte en el wild wild west y empiezan a llover galletas. Tiros no; por un momento lo temí y vi pasar mi vida en diapositivas.
Miro a Geyper. Me mira iracundo, todavía poseído por El increíble Hulk. Desvío la mirada. Cierro los ojos: “relájate…”, me repito. El vagón se detiene en medio de un túnel; un estrecho túnel. Mi claustrofobia bien, gracias… Pienso en mi marido y mis hijos que me esperan para comer y deben estar ya amarillos y con los platos helados. Anda, intenta seguir leyendo, me digo. Lo hago, y parece que por fin empiezo a centrarme.
Se va la luz. Nos quedamos a oscuras. Parados y a oscuras. Me viene un desagradable recuerdo, un once de marzo que pasó muy cerca de mi, dejando perpetuamente grabado en otro lugar de ese cerebro irracional un frío roce inconfundible.
En ese momento me doy cuenta de que, en un instante, de la manera más tonta, todo puede apagarse. De pronto, la vida, con todas sus obligaciones y problemas, con esas rutinas que hastían… se revaloriza en la incertidumbre que amenaza su continuidad.
Disfrutad cada día como si acabarais de pasar un largo apagón.
Feliz domingo.
Sus últimas novelas: El maestro griego y Vidya Castrexa (pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia), junto con su primer cuento infantil: Letras para una bruja, pueden adquirirse en la librería NOCTURNA DE LIBROS (C/ Parque Bujaruelo, 15. Alcorcón), así como en Amazon y en a través de la web Las abejas de Malia de la autora
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