Nueva columna semanal sobre el cuidado y el cariño medioambiental y material. Desde mi Colmena en Alcorcón: Rotos, descosidos y remiendos
Acabo de llegar a casa con un vestido que, además de ser ¡tan bonito!, responde a todas las exigencias para ser cómodo, ligero y todo-terreno, a un precio “rebajado sobre la rebaja”.
Entro en mi habitación, más contenta que una niña con zapatos nuevos; mucho más: con vestido nuevo. No suelo ir de compras (queda patente, en vista de la ilusión que deja traslucir esta desmesurada sensación de frivolidad a la que todos tenemos derecho de vez en cuando).
Hay quien se regala este deleite ―ir de compras― con gran frecuencia: asigna su dinero a este gasto porque desconoce ―o porque no le interesa― el considerable volumen de contaminación que genera la industria textil.
“Vaya, ya empezamos…” Sí, querido lector. Anda, aguanta este parrafito que sigue, que luego viene algo jugoso: cotilleo puro…, ay, qué rico.
Yo comprendo que el marketing, ese demonio tentador, hace que dejemos los escaparates embadurnados de babas (yo sí, lo confieso, sufro mucho) y que el angelito que machaca nuestra conciencia tenga que intervenir recordándonos el último saldo del banco o, ya a nivel “Pro”: arrojando en nuestra memoria cientos de imágenes dramáticas (los casquetes polares fundiéndose y sus habitantes agonizando; orangutanes de Nueva Guinea perdiendo su hogar a manos de industrias madereras poco conscientes; la gran farmacia del mundo que bordea el río Amazonas, deforestada e incendiada por el chaladísimo Bolsonaro para crear pastos y vender más chuletones…, etcétera).
Calma: la situación todavía no nos exige vivir como ermitaños…
De la moderación a la privación absoluta aún hay un largo paso, una zancada que no parece necesario dar de momento. Recalco: De momento.
Si el plan “moderación” falla… preparemos prendas para andar frescos por el infierno y un calzado cuya suela no se funda al entrar a ayudar a los bomberos a apagar rescoldos, ni se quede pegada al asfalto.
Por supuesto, cada uno se las entiende como mejor sabe con su conciencia individual. No obstante, me atreveré a apuntar que es una pena que el mismo individualismo que nos lleva a obrar u omitir con cierto egoísmo, no nos sirva para independizar nuestra ética de “lo que hacen los demás”. Más que nada para no justificar nuestra pasividad o irresponsabilidad en “lo que el resto del mundo hace o no”.
¡Vaya…! Encuentro un agujero en el vestido; tiene pinta de que el antirrobo fue arrancado con algo de brusquedad, provocando un desgarro. No pasa nada: tengo la fortuna de que en el colegio al que fui nos enseñaron a coser.
Tardo menos en remendar el roto que en acudir a la tienda donde, francamente, no me apetece volver.
La razón es que el final de mi corta estancia allí no fue muy agradable.
Resulta que la joven que me atendió me ofreció amablemente una bolsa de plástico.
―No, gracias, ya llevo ―respondí.
―Es gratis.
―Gracias, pero no es por eso ―aclaro, contando con la comprensión de esta nueva generación que, supuestamente, está más concienciada e implicada aún que la mía, respecto al futuro que la espera.
Para mi asombro, un brillo de rabia asoma a sus ojos. Mientras enrojece, añade:
―No va a arreglar nada.
Me sorprende ese arrojo, esa pasión solo constatada hasta el momento en activistas manifestándose por loables fines opuestos a lo que parece defender esta persona.
Creo que logré responder de una manera bastante diplomática:
―Bueno, yo creo que sí. Pero sobre todo actúo de acuerdo con mi conciencia. Allá cada uno con la suya.
A raíz de este tipo de experiencias, he empezado a constatar que existe una clase de personas (como aquella entrevistadora a la que me referí en una columna anterior) a quienes este tipo de respuestas pacíficas de sincera intención conciliadora las enciende más que un bofetón directo y contundente.
¿Qué extraño gen albergarán en su cromosoma? ¿Qué finalidad tendría el mismo en tiempos primigenios? ¿Tendría alguna misión o, simplemente, dicho gen de la reluctancia se le está escurriendo hábilmente a la evolución humana, a pesar de ser un gran incordio para el progreso?
Esto me recuerda otro ejemplo de “mi hipótesis sobre genes primitivos”:
Por lo que tengo entendido, es probable que yo sea hipoglucémica (y si no, hipocondríaca, eso seguro): cuando tengo hambre soy altamente irritable, pero sin llegar a morder a nadie… todavía. Un día caí en la cuenta de que en “tiempos de caza, supervivencia y lucha por la comida”, me habría resultado bastante útil esto de convertirme en mujer lobo por obra y gracia de mi estómago vacío.
Afortunadamente, acababa de comer y estaba bien saciada cuando la chica lanzó su última ofensiva:
―Es que te va a dar igual, porque en ningún sitio dejan de usar plástico. Y en las fábricas lo plastifican todo. Así que no haces nada.
Que conste que acertó de lleno en lo relativo a esta tomadura de pelo que estamos soportando los pequeños peones de un tablero con magníficas reglas de juego… que solo respetamos nosotros, aquí abajo.
Asentí por la parte de razón que la correspondía, y me expliqué:
―Yo, simplemente, conozco el problema, conozco la solución y mi conciencia opta por buscar remedios dentro de mis capacidades, sin pensar en si los demás hacen lo mismo. Con más personas pensando como yo, sí van cambiando las cosas.
―No es verdad, no cambian.
―Sí, lo hacen, sí… ―respondí con rotundidad. Sabré yo, que tengo ya más años que un demonio,aunque no se me noten (¡Já…!)
La joven, apretando los labios, desvió la mirada para extraer el antirrobo de mi vestido. Fin de la discusión y desgarrón para la inocente prenda que no tenía culpa de nada.
No entiendo el por qué de reacción tan común, pero ―optimista como soy― la traducción que hago de ella me muestra una conciencia latente que despierta ante estímulos que incomodan (yo en este caso). Albergo la esperanza de que, tras la indignación inicial de su portador/a, dicha conciencia eleve su voz progresivamente. Yo tuve quien me “incomodó”, como lo tuvo Enio, la protagonista de mi libro. Y, ciertamente, pasado el berrinche inicial… cuánto agradecemos esa luz que al principio molestó tanto.
Termino de coser el vestido. No queda huella del remiendo. Con cariño, lo llevo al armario donde espero que viva muchos años, junto con otras prendas que no han dejado de ser preciosas por antiguas, sino todo lo contrario: su belleza ha aumentado con los recuerdos y secretos que encierran sus fibras.
Para una gran parte de mi generación y casi la totalidad de las anteriores, cuando algo valioso se estropea, preferimos arreglarlo.
Si al final no lo logramos, al menos nos queda la paz de haberlo intentado y una satisfacción muy superior al tiempo y esfuerzo empleado.
Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Su último libro, ‘Las abejas de Malia: el maestro griego‘ se puede adquirir pulsando aquí.
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