Desde mi Colmena en Alcorcón: Mejorando lo presente

Desde mi Colmena en Alcorcón: Mejorando lo presente
helicopter extinguishes forest fire on the slope of a fuming mountain

Nueva columna semanal sobre el deber y la responsabilidad para con el futuro. Desde mi Colmena en Alcorcón: Mejorando lo presente.

Probablemente estemos asistiendo al peor escenario de incendios presenciado en esta península. O más bien debería decir: en el continente, pues deberíamos incluir Francia y Portugal con otras tantas miles de hectáreas de bosques reducidos a cenizas.

Es apocalíptico; provoca un estremecimiento proporcional al peligro que supone para nuestra supervivencia la destrucción de lo que nos aporta mucho más que oxígeno.

Para empezar, cada uno de los millones de árboles que han ardido, formaban parte de lo único que nos garantiza respirar (¿hace falta explicar por qué? Cualquier niño de la segunda mitad de Primaria podría ilustrarnos).

Es demoledor para quienes amamos y defendemos cada vida que compone el hermoso mosaico de la naturaleza: desde los árboles que ―insisto― nos oxigenan, hasta los animalillos que comparten viaje con nosotros en esta bella esfera giratoria que nos ha regalado todo lo que somos y a la que tan ingratamente respondemos.

Es desesperanzadorel mal parecía retroceder antes de la pandemia y, de repente, avanza a zancadas acordes a los pasos de la irresponsabilidad, del egoísmo y, cómo no, del número creciente de desairados que descargan su venganza personal contra la parte más inocente de este mundo, como si cualquier ser que lo habita fuese enemigo y culpable de sus frustraciones; o como si no importara, para la supervivencia general, cierta renuncia a pequeños pero muy dañinos caprichos aparentemente irrenunciables, cuyo poder tentador parece haber ganado fuerza desde el fin del confinamiento.

Hace una semana respondí de esta manera a un tuit relativo a esta cuestión:

“En algún momento yo ya crucé el límite de la desesperación y la desesperanza… Esto que está ocurriendo es demencial. Nos va a quemar hasta los nervios para matarnos en vida.”

Pero ocurrió un milagro:

El domingo pasado me disponía a leer un rato (sí… a hacer un poquito el vago un domingo por la tarde ―¡Mondieu, qué osadía!―, ya que el segundo libro de la saga “Abejas” queda a expensas de lo que la agencia del ISBN tarde en hacer su trabajo).

Sin embargo, “inexplicablemente”, mis manos se desviaron al móvil (qué “raro”…, ¿verdad?), que saltó feliz entre ellas y me mostró el estado de WhatsApp de varios amigos.

Desde ellos, el pequeño Dani, que en septiembre empezará el ciclo Infantil; la todavía más tierna Rocío, que sigue en la guardería y sus dos hermanitos gemelos recién nacidos, me envolvían en el mágico halo que los niños transmiten desde sus brillantes miradas y la franca alegría de sus sonrisas.

Entonces… ¡Ding! En la bandeja vacía de mi esperanza entró un correo de Rabindanath Tágore: “Cada niño que nace trae el mensaje de que Dios no ha perdido su fe en el hombre”.

La vida adulta es difícil: arrastramos un pesado fardo de experiencias de las que, para colmo, solo asoman las desagradables; de las buenas, pocas conservamos en la memoria, qué pena.

Tardamos casi la vida entera en lograr la fuerza y la maña necesarias para cargar con él, y no digamos para distinguir la enseñanza intrínseca en cada mala experiencia o, simplemente, aprender a aprovechar el contenido de dicho hato para hacernos mejores; romper ciclos de comportamientos dañinos; no repetir errores e injusticias aguantadas de otros; madurar y aprender a neutralizar las pataletas o, al menos, canalizarlas contra aquello concreto que nos frustra, en lugar de descargar rabia arbitrariamente, como quien mata moscas a cañonazos, se echa al monte con una caja de cerillas o adopta una actitud negligente con el entorno, justificándose con esta nueva modalidad de irresponsabilidad pueril basada en la autocompasión, que al final alimenta el egoísmo: “lo que me faltaba: tener que reciclar/guardarme las colillas en vez de dejarlas en la arena/usar bolsas de tela para comprar fruta, etcétera»).

Maduremos.

Dani, Rocío, Eyre, Iris, Sara, Raúl, Miguel, Javi, etcétera, etcétera… Todos los pequeños brotes que cada día disfrutan de su inicio en la vida, deberían ser el espejo en el que mirarnos con el único fin de recordar nuestro deber para con la evolución: que estamos aquí para que cada generación se comporte y goce de una vida mejor que la anterior. Y esto no será posible si no empezamos por empeñar toda nuestra determinación en ofrecerles un futuro viable trabajando en el presente, aquí y ahora. Ya. Se lo debemos.

Los bosques arden, el suelo se empobrece gradualmente con cada incendio dando lugar a una vegetación más rala, hasta la desertización… Esto también se enseñaba en nuestra EGB de “boomers”.

Desgraciadamente, solo los políticos tienen licencia para implantar soluciones al desastre.

Pero nosotros tenemos la capacidad de robustecer nuestro sentido de la responsabilidad.

¿Y cómo?

Empleando al máximo nuestra conciencia y sentido común en cada ocasión que se nos presente de tomar la decisión correcta, a la hora de elegir entre: a) lo que es bueno y b) lo que egoístamente “nos apetece, nos viene bien, nos conviene, nos resulta más cómodo o nos sale por un euro menos en cierta clase de tiendas”.

Tenemos el poder de optimizar sobre cada experiencia anterior.

Pero, además, contamos con un aporte extra de fuerza si nos alimentamos del amor que nos inspiran esos inocentes ojos que merecen un futuro decente y nos observan desde esas fotos; o desde el parque; o desde la arena de la playa o la puerta del colegio… Todos, en fin, desde su inocencia en bruto, con absoluta fe en que somos los mejores “y este mundo también lo es gracias a los mayores”. No les defraudemos.

Quiero una playa de aguas limpias para ellos; quiero verles correr por bosques frondosos; quiero que dejen de sufrir pandemias y olas de calor; que puedan beber agua sana y bañarse en ella… Quiero que no pasen hambre en ese futuro desbaratado ¿Es tanto pedir? De nada sirven todos los cachivaches que les traigan los próximos reyes magos o cumpleaños, si no tomamos medidas para que nunca les falte lo que les hace realmente felices, empezando por la salud.

Todo ello depende de nosotros, de nuestras elecciones.

¿Queremos un futuro con calidad de vida para ellos? Pues manos  a la obra: Tú, sí, tú que lees esto: empieza a detenerte en cada acto y aspecto que puedas optimizar dentro de tu rutina, sin pensar en si los demás lo harán y sin buscar justificación en lo que haga el de al lado.

Seamos responsables. Urge.

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Su último libro, ‘Las abejas de Malia: el maestro griego‘ se puede adquirir pulsando aquí.

*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o las imágenes propias de este artículo.

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