Nueva columna semanal sobre el paso del tiempo y los recuerdos que nos dificultan renovar el presente. Una pequeña ración de nostalgia. Desde mi Colmena en Alcorcón: El reloj que conoce lo más implacable
―¿Cómo sabe el reloj qué hora es?
La pregunta me sorprendió porque nadie espera tan «fantasioso» planteamiento de un niño con una edad superior a los cinco años.
Ante mi desconcierto, mi hija replanteó la cuestión:
―¿Por qué da bien la hora? ¿Por qué… sabe la hora? ―repitió, enfatizando ese sabe de tal manera que yo pude sustituirlo por un “por qué acierta de forma infalible con cada momento del día”.
Me tomé unos segundos en elaborar una respuesta lo más didáctica posible para su edad, pues hay que aprovechar que con once años todavía desean conocer el porqué de todo. Finalmente respondí:
―Bueno…, tú para medir un líquido utilizas una jarra que te indica cuánto es un litro, medio, un cuarto…, ¿verdad? ―Ella asintió. Continué―: Y para medir la mesa tenemos la cinta donde puedes contar los centímetros… Pero el agua, la mesa y las cosas que ves se pueden ver y tocar. Lo que no es así lo llamamos intangible. Un día el ser humano puso a funcionar este prodigio que la Naturaleza nos regala ―señalé su cabeza― para empezar a medir cosas intangibles. Y supongo que la primera fue el tiempo. Pero, ¿cómo…?: Ideando engranajes elaborados bajo cálculos matemáticos muy precisos, compuestos de piezas cortadas a la medida idónea para que, combinadas con la exactitud necesaria, lograran representar en la esfera de las agujas eso que no podemos ver: el tiempo.
Le expliqué que dentro del reloj hay una pieza haciendo tic-tac que a su vez mueve otra y otra y así sucesivamente hasta que una última desplaza lentamente las agujas. Mi hija se dio por satisfecha y yo me congratulé por otra prueba superada.
Cuando se marchó me quedé cavilando sobre cómo el reloj podría ser una metáfora de la vida; sobre cómo, si en vez de distancia espacial recreáramos una versión temporal, como unos relojeros de la Historia, en la contemplación del engranaje compuesto por miles de años, veríamos cómo hemos hecho avanzar las agujas de la evolución de forma casi imperceptible.
Súbitamente, la voz de mi marido me arrancó de esta cavilación:
―¡Voy a vender las bicicletas!
―¡¿Qué?! ¿Por qué?
No sentía esa clase de angustia desde que, siendo niña, mis padres me sugerían hacer limpieza en mi habitación (lo cual implicaba tirar a la basura viejos cachivaches que para mí tenían un gran valor sentimental).
―Llevan ahí tres años sin moverse y, francamente, ya no las vamos a usar, y lo sabes.
Ese lo sabes ponía punto y final a mi intención de protestar. En ese momento, el simpático reloj que con rostro afable de personaje Disney había protagonizado un tierno diálogo con la niña, tornó en un ser diabólico, que me sonrió con gesto perverso mientras hacía resonar unas campanadas distorsionadas en mi interior.
―¿Tres años? -recalqué, desconsolada- ¿Tres veranos y no las hemos tocado? Pero ¿cómo pasan tres años, así como así?
Convertida en una versión adulta de mi hija, exigí una explicación satisfactoria. Pero no había nada que explicar; solo asumir. Recurrí a la pataleta:
―¡La mía no! La mía déjala ahí.
―No volverás a usarla y lo sabes.
Otra vez el maldito lo sabes para refrendar una verdad desagradable. Pero yo erre que erre, con una de las frases que más repito en mi camino al infierno empedrado de propósitos (¿recordáis aquel artículo?):
―Pero un día…
―¿Un día? Ya no hay ese día, y no habrá más. Y menos con éste… ―dijo, señalando con la cabeza al pobre Happy, declarado geronte (viejito) por la veterinaria.
―Es que no debimos vender su carro… ―me lamenté.
Sí, nosotros éramos esa familia que algunos habréis visto ―y bastantes se han reído, para nuestra más sincera indiferencia― que portaba un dálmata en un carrito azul para atravesar ciertas zonas urbanas (dependiendo de la posible inseguridad que pudiera suponer para los demás llevar un perro de 30 kilos corriendo junto a cuatro bicicletas, por muy atado que fuera), hasta llegar a campo abierto donde ponerlo por fin a galopar junto a nosotros. El recuerdo me absorbió en ese halo con aroma a algodón dulce que nos rodea cuando menos lo esperamos: En cabeza de la expedición se situaba el pater familias porque sólo él podía tirar del carro. En medio pedaleaban los niños. Al final yo, con el chaleco reflectante y un par de alforjas en el transportín posterior, cargadas de comida y bebida. En las tardes de verano, en que la cercanía de la noche aligeraba el calor, enfilábamos el camino hacia el lago de Polvoranca por una ruta especial que nos ahorraba el desapacible paso por los polígonos.
A ambos lados, un perezoso atardecer enrojecía los campos a la vez que los agitaba con la ansiada brisa vespertina, alivio para todos los que esperábamos esa tregua al sofocante calor diurno. Llegábamos al lago cuando el sol aún convertía el agua en el reflejo de una hermosa fragua entre cuyos destellos rojizos reverberaban las líneas trazadas por patos y cisnes. Las mesas nos esperaban. Elegíamos una, la rodeábamos con toda nuestra ciclo-caravana, echábamos un mantelillo y dábamos buena cuenta de los sanwiches preparados en casa, las aceitunas, los snacks… Si el “chiringuito” continuaba abierto, premiábamos la hazaña con un helado. Y eso sí: al final todo bien recogido y a su respectivo contenedor.
Después los pequeñajos disfrutaban de un par ―¿qué digo un par? ¡una docena, por lo menos!― de tiradas por los toboganes hasta que la oscuridad terminaba por cegarnos.
La escapada culminaba con la última de sus mágicas fases, la que queda grabada para siempre en ese lugar cuya banda sonora cobra un cariz triste si dejamos que la nostalgia la interprete:
Encendíamos los faros y volvíamos a la montura de ese otro maravilloso invento de la humanidad que desde su nacimiento ha alimentado sueños de niños y adultos, así como escenas de las mejores películas de los ochenta. Al pedaleo lo acompañaba el tintineo de algún timbre medio suelto mientras escuchábamos el canto de los grillos y otras criaturas saltando y desplazándose entre el agua y la hierba, y observábamos las estrellas sin perder de vista el camino que íbamos alumbrando.
El viaje resultaba sobrecogedor a la vez que fascinante. El aire tibio nos bañaba en el aroma estival por excelencia: el del heno y otras plantas que, invisibles en la noche, imperceptibles en el día, manifestaban su existencia en todo su apogeo nocturno a través de nuestro olfato. Los niños pedaleaban en el inquietante silencio que nos rodeaba, sólo rasgado por el viento, los pedaleos y sus suspiros acompañando los brillantes ojos abiertos de par en par, absortos en la fascinación de todo aquello sumado a la “temeridad” de la escapada nocturna.
―No las vendas… ¿Quién sabe? ―Me aferré una vez más a la esperanza de rescatar aquello una vez más, a pesar de que todo apunta a que no volveremos a pedalear todos juntos, a que nuestros caminos se han bifurcado en aras -y alas- de la socialización, las nuevas amistades, la emancipación…
Temo que cuando me asome a la terraza y no vea las bicicletas, el siguiente tic-tac me haga sentir que el suelo se ha abierto al vacío abismal del tiempo que no vuelve.
Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una bruja, pueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.
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