Desde mi Colmena en Alcorcón: Y después, quiero ser vida

Nueva columna semanal con la que hoy me atrevo a abrir una muy temida puerta a una alternativa  más bella y sostenible que el cementerio tradicional. Una visión prolífica de la eternidad. Desde mi Colmena en Alcorcón: Y después, quiero ser vida

―¿Lo conseguiste? Lo de ser feliz, quiero decir… ―Asun se dirige absurdamente (pues sabe que en realidad nadie la escucha) al inerte cuerpo, ya acicalado con sus mejores prendas ―e incluso maquillado―, que ocupa la camilla y que, de un momento a otro, pasarán a recoger dos chicos solemnemente trajeados.

 Los años de trabajo allí han aportado a la buena limpiadora un tipo especial de templanza, así como de cierta ironía, sólo otorgadas por una continua cercanía con la muerte. Mientras pasa la escoba, rodea al finado trazando una espiral al final de la cual trata de contener la respiración para no asfixiarse al inhalar el formaldehído con que todos los cuerpos de los seres que amamos son embalsamados antes de ser expuestos en el velatorio.

La tanatopraxis es esa práctica en virtud de la cual los difuntos muestran ese aspecto insólitamente mejorado al otro lado de la vitrina, en la sala donde los familiares los velamos mientras comentamos ingenuamente: “Fíjate qué guapo/a está, si parece que duerme.”.

(No entraré a detallar los pormenores de la tanatopraxia. Ahí tenéis Google y espero que un buen estómago).

―Si llegas a saber lo que nos espera… ―añade Asun, mientras se gira por inercia hacia su mudo acompañante, y niega con la cabeza. Ella tampoco quiere ese final: tanatopraxis, seguida de cremación y un estrecho aislamiento entre paredes de cemento en un lugar estéril, frío, un destierro, un desguace al que llevar flores muertas. 

Y es que podría haber tanta vida en lugar de eso…

 En realidad he venido a anunciar que la alternativa digna para el difunto, respetuosa con el medio ambiente y mucho más económica para nuestros bolsillos, existe. Pero, como todo lo que resulta conveniente para los Tíos Gilitos que han creado imperios de negocios sostenidos sobre ciertas creencias difíciles de romper, el mercado del formol se sostiene, además de sobre dichas creencias, gracias a un poderoso lobbie que dificulta seriamente la prohibición de su uso en Europa (a excepción de unos pocos países).

Quisiera añadir un pequeño detalle sobre las sustancias empleadas como el formaldehído y otros ácidos con que son tratados los cadáveres por una cuestión meramente estética: son productos altamente cancerígenos para el tanatopractor (que se ve expuesto a sus gases durante el embalsamamiento) así como nocivos para el medio ambiente, pues contaminan gravemente el terreno ocupado por los cementerios en los que los organismos (los no cremados) terminan derramando dichas sustancias.

 Si a esto le sumamos el volumen de contaminación que genera un horno crematorio emitiendo a la atmósfera 42 metros cúbicos de gas en cada cremación, la propuesta que traigo es más que atractiva: necesaria. Contemplarla requiere un pequeño empujón a la razón, a fin de imponer ésta sobre el tabú para alcanzar el nivel moral necesario en pro de una integridad más lógica en nuestros entierros: el cementerio ecológico.

Ahora sí: vamos a la parte bonita. 

Según la fuente visitada para documentar esta columna: ecofuneral.es, el objetivo de los funerales ecológicos es preservar entornos y ecosistemas naturales.

Gracias a los cementerios ecológicos, los bosques adquieren la consideración de lugares sagrados, garantizando así una protección superior de sus terrenos, llamativamente regenerados gracias a nuestra aportación.  

El objetivo del cementerio ecológico, en palabras de la página visitada, parte del principio de que el cuerpo del difunto se descomponga en la tierra de forma natural para fertilizarla. A mí me vienen a la mente tiernas enseñanzas de la asignatura de Ciencias en relación con la progresiva desertización, cuya explicación se encuentra en que la vegetación cada vez es más rala (hasta la desaparición) porque los incendios sucedidos a lo largo de nuestra historia han ido destruyendo progresivamente el humus que la alimentaba (es decir, los nutrientes contenidos en la tierra, fruto de tantos otros seres que se descompusieron en otro tiempo). 

¿No es hora de hacer renacer dicha vegetación? ¿No sería más bello descansar eternamente en la continuidad de la vida, en vez de cautivar y aislar esta riqueza orgánica que la naturaleza nos concedió al nacer (e hizo crecer con sus frutos), atrapándola en una yerma superficie de cemento y mármol sellado que rompe el círculo natural y la reciprocidad debida a la Madre Tierra que nos alimentó?

Más datos:

En el cementerio ecológico, la superficie de cada tumba es restaurada con plantas autóctonas.

He leído casos en que se arrojan las semillas que uno haya solicitado al contratar su futuro servicio funerario (¿en qué árbol te gustaría florecer? piénsalo).

Los (pocos) cementerios ecológicos ya existentes cuentan con senderos y bancos para que los familiares puedan recordar a sus difuntos, a la vez que admiran el paisaje y la restauración del ecosistema. 

¿Puede un cementerio común ser más hermoso que eso? 

 Cada vez somos más los que tenemos claro que cuando nos toque pasar por “la crisálida” (bella forma en que mi padre contempla el trance de la muerte), queremos seguir creando vida. Es hora de dar fuerza a nuestra demanda y poder elegir.

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una bruja, pueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

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