Desde mi Colmena en Alcorcón: Ni armas ni cartucheras

Desde mi Colmena en Alcorcón: Ni armas ni cartucheras

Nueva columna semanal sobre problemas actuales. Desde mi Colmena en Alcorcón: Ni armas ni cartucheras

Si alguien entrara en la escuela de mis hijos y la emprendiera a tiros, no dudo que me convertiría en un monstruo de su calibre, en mucho menos tiempo del que tardó él (o ella).

Vamos a suponer que, en mi repentina demencia, trataría de compensar con un ojo por ojo el dolor por la pérdida de mi hijo.

Después, tardaría un tiempo indefinible en darme cuenta de que con mi acto no recuperé a mi hijo; sólo había un muerto más ―con él― en el cementerio y otra mujer ―yo― en la cárcel; y, por supuesto, el problema de base quedaba sin resolver.

Seguirían muriendo niños y otros seres inocentes a manos de otros trastornados. En mi supuesto delirio de legítima madre vengadora, contemplaría la repetición del horror desde mi celda con un sabor cada vez más insípido de mi venganza, mientras desde alguna pantalla contemplaba a otras madres llorando desgarradas porque matar a un monstruo, dos o cincuenta no erradica el problema que los generará infinita y prolíficamente hasta que pongamos la solución adecuada.

Lo reconozco: con mis hijos a salvo, en la tranquilidad de escucharles trastear por aquí, no es difícil dominar la rabia para examinar racionalmente los -aún escasos- datos que se van recabando hoy, jueves (sí, lo confieso: preparo mi columna los jueves) sobre Salvador Ramos, autor del último tiroteo en un colegio.

Quien conozca la esencia de mi libro entenderá por qué he necesitado indagar qué más portaba este chico en su cartuchera además de pólvora; qué es lo que alimentó el dedo que apretó el gatillo del arma que malditas todasestá al alcance de cualquiera.

Desde varios testimonios, en especial el de su amigo Juan Valdez, he deducido que Salvador Ramos fue uno de esos niños que cada día volvía del colegio con nuevas heridas sobre las heridas; con la mella de los cortes recibidos más profunda que el día anterior, acrecentada por el fracaso de no lograr amistad o al menos la aceptación de los demás niños. Para colmo, recibió todo lo contrario: humillación, burlas… diversión a costa de su dolor.

Por supuesto, ningún adulto puso freno. Así, jornada tras jornada, año tras año, la mala hierba creció sin control en un corazón infantil.

En absoluto justifico lo sucedido. Espero no generar tan disparatada impresión. Mi pretensión es llamar la atención sobre el origen de esta barbarie para que no se repita. Que examinemos los ingredientes empleados por una sociedad para crear al monstruo.

Salvador era latino en EEUU. No dudo que allí habrá latinos bien parados, pero a él le tocó vivir en un entorno violento y de vulnerabilidad económica. Era solitario: un niño sin desarrollo comunicativo porque… nadie se lo potenció: vivió en total abandono, rebotando de la madre a la abuela y viceversa, como una pequeña molestia.

Por cierto, tartamudeaba y ceceaba, pero a nadie le importó, y aunque lo hubiera hecho, no habría podido costear el tratamiento (EEUU, sanidad privada… situémonos).

Ni pensemos en que pudiera acceder a atención psicológica cuando la cosa tomó tintes preocupantes.

Desde luego, llevaba una cartuchera muy, muy cargada.

Sufría acoso escolar (bullying). Hoy en día, aún tenemos colegios de cuya Dirección te responden un “son cosas de niños, no pasa nada” y se quedan más anchos que largos. Doy fe de ello. Estemos atentos; afinemos el olfato para detectar el mínimo sufrimiento en los niños y saquemos los dientes a tiempo.

Volvamos a Salvador Ramos:

Un día, el repetitivo corte sobre corte en su mella, logró desgarrar la capa de la esperanza; después, la de la moral ―que aún sostenía su autocontrol―, hasta que alcanzó la capa emocional donde el dolor le llevó al punto de ya tengo claro lo que puedo esperar del mundo: voy a luchar contra él.

Es terriblemente triste alcanzar ese estado. El niño que ha caminado en la más atroz soledad, tratando de asimilar grandes dosis de veneno diarias por las que nadie se preocupó.

Algunos deciden terminar mucho antes. Recientemente, una amiga que trabaja en un hospital como celadora tuvo que empujar la camilla de un crío de ocho años que se había suicidado por culpa del acoso escolar. Mi amiga ama a los niños más que a su propia vida. Jamás superará la visión de ese pequeño. Cuando te lo cuenta sientes temblar cielo y tierra. Deberían hacerlo. Deberían temblar, que nos estremezcamos con la peor vergüenza cada vez que un niño muere.

Salvador Ramos no se suicidó: sólo murió su condición humana, su sensibilidad, su esperanza de reciprocidad con sus semejantes. Salvador se reconstruyó sobre los pilares del infierno mental, sobre sueños de superioridad, de ser su propio héroe justiciero a la vez que el tirano que según creería él, este mundo se merecía.

Me veo muy diferente ahora. No me reconocerías, le dijo a su amigo Valdez mientras urdía su macabro plan.

Los niños se asustan en la vida real, dijo después.

La vida real porque, en su inducida demencia, Salvador encontró su lugar de renacimiento en el inframundo creado por él mismo para sostenerse. Un mundo al revés para todos, derecho para él porque allí era donde él se sentiría compensado y dictaría sus reglas, desde su distorsionada óptica.

Y la realidad a la que él pondría fin, era la de los aborrecidos niños (confesó que aborrecía a los niños) que le habían infligido tanto sufrimiento. En su versión inventada, invertida, les tocaba sufrir a ellos.

Lo que pasó después no puede repetirse. La tenencia de armas debe ser rotundamente prohibida, sí, pero esta medida no es suficiente. No basta con la privación del material físico empleado en la tragedia.

Si permitimos infancias dolorosas, seguiremos llegando tarde, siempre. Aunque matemos a un monstruo, no habremos erradicado la matriz que lo creó: el desamparo.

D.E.P. todos esos pobres niños y los dos maestros.

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Su último libro, ‘Las abejas de Malia: el maestro griego‘ se puede adquirir pulsando aquí. Además, también se puede encontrar en tiendas como la Carlin de la calle Timanfaya, 40, que tiene un grandísimo servicio y amable, como el resto del municipio.

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