Desde mi Colmena en Alcorcón: Lo imposible de prever

Desde mi Colmena en Alcorcón: Lo imposible de prever

Nueva columna semanal sobre aquellas desgracias contra las que nada podemos hacer y, por tanto, no cabe culparse. Desde mi Colmena en Alcorcón: Lo imposible de prever

Y, por fin, la pequeña se ha dormido. Tú estás al límite; por más que exprimas tu última reserva de energía, no te queda ni una gota y tu cabeza va a apagarse, quieras o no.

Antes de que eso ocurra, conectas la televisión para hacer ese poquito de “trampa”, necesaria en ciertos momentos en que careces de ayuda. A continuación, pones en marcha el DVD o el pendrive que contiene ese musical infalible al que puedes encomendar la atención del hermanito mayor.

El show o la película comienza, mientras tú descansas: repones a la cuidadora o el cuidador (papá, mamá, abuelo o abuela) con una cabezadita imprescindible porque, si no te cuidas tú, si tú caes… ¿Quién cuidará de ellos?

Desde el sofá, le observas cantar y palmotear feliz. Su deliciosa voz se diluye en tu conciencia a la vez que se emborrona la escena… te dejas caer en paz. Como te mereces.

Porque sabes que todo queda controlado al detalle alrededor, previniendo cualquier calamidad. Te anticipas al artero demonio que continuamente sugiere a los pequeños las ideas más inverosímiles: enchufes, escaleras, un cuchillo a su alcance… (mi hijo, lo sacó del lavavajillas, en un pestañeo, y salió corriendo con él… Apenas tenía un año. Todavía me sube el pulso recordándolo).

Bloquear ventanas, trabar el cierre de cajones y puertas, acolchar bordes y esquinas de muebles, taponar enchufes… Menuda cantera de talento digna del CNI yace entre el colectivo de padres y madres.

Pero a veces la mala fortuna se las ingenia contra todos nuestros esfuerzos, y con un rodeo se va dos pisos más abajo donde quién sabe qué pasaría ―aún se investiga― para que cuatro vidas se hicieran añicos en un instante.

De todas las mutaciones genéticas que propiciaron nuestra evolución, hay una que se resiste a ser añadida: la que nos permita enterrar a un niño sin esta sensación de desorden cósmico, de naturaleza invertida y profanada en su ciclo, de injusticia infinita e incluso de inexistencia del dios que creíamos ver correr junto a los niños en el parque o acompañarles leyendo un cuento, jugando o durmiendo.

En la película Las dos torres (El Señor de los Anillos), un padre desolado por la pérdida de su primogénito rotuló esta frase que a muchos nos quedó grabada a fuego: “Ningún padre debería enterrar a un hijo”. Qué cierto es…

Los celtas incineraban a sus difuntos (salvo a los guerreros, por razones que no vienen al caso ahora) y depositaban sus cenizas en túmulos funerarios apartados del oppidum.

Pero con los niños no podían hacer lo mismo, así que los enterraban bajo el suelo de sus casas (os invito a comprobarlo en el Museo Arqueológico Nacional), porque aún no había llegado el momento de dejar de arroparlos, protegerlos del frío y del miedo a la oscuridad. Porque los imaginaban pasando solos las tormentas y con ello sentirían que se les arrancaba el corazón de cuajo.

Sus pequeños todavía no estaban preparados para salir del hogar.

Así debían de sentirlo ellos, desde su creencia de que el espíritu no abandonaba el cuerpo hasta la completa desaparición de este. Por eso  incineraban únicamente a los adultos y los pequeños seguían en casa; porque los niños no podían volar solos todavía. Porque no está previsto, porque no debe ser así.

Llevamos tantos milenios sintiéndonos incapaces de digerir la idea de que un niño muera, que creo que jamás nos parecerá natural; que siempre será una aberración; que desde nuestro instinto más atávico seguiremos resistiéndonos a semejante descalabro en la sucesión natural de la vida, indignándonos con todos los dioses.

D.E.P., Darío y Alvaro, pequeños brotes que un día, como decía Rabindanath Tagore, con vuestros nacimientos trajisteis el mensaje de que Dios no ha perdido la fe en el hombre.  Yo no sé qué mensaje extraer ahora de esto. Se me ocurren muchos, todos nefastos, pero prefiero ahorrármelos, porque ahora lo único que nos queda por hacer con esta desgracia es aunar nuestras voluntades y apoyo para que los padres puedan, al menos, seguir respirando.

Todo mi ánimo y mi deseo de que logren recuperarse.

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Su último libro, ‘Las abejas de Malia: el maestro griego‘ se puede adquirir pulsando aquí y en la librería “Nocturna de Libros” de la calle Parque Bujaruelo, 15. Por otro lado, la segunda parte de la primera entrega, ‘Vidya Castrexa’, se puede adquirir en el siguiente enlace.

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