Desde mi Colmena en Alcorcón: La hora del esplendor

Nueva columna semanal de vuelta a los primeros días de amor y su eterno recuerdo. Desde mi Colmena en Alcorcón: La hora del esplendor

Se aproxima el día de San Valentín y yo había preparado una columna sumamente cáustica y pesimista. Realmente se trataba de un artículo desdeñoso y amargo. Pero en el último instante una legión de dioses del amor de todas las culturas ha irrumpido y me ha ametrallado sañudamente con su variopinto arsenal, arrojando sobre mí una meliflua inspiración, empalagosa donde las haya. Ahora os cuento quién les abrió la puerta…

El caso es que así ando: suspiro va, suspiro viene, por dos jóvenes enamorados que, cual Romeo y Julieta, han ocultado angustiosamente su amor durante un tiempo que imagino tortuoso, mutilando su ilusión ante el temor del rechazo a su relación.

Tras un largo período de anhelos prohibidos que retroceden hasta el pródromo de su adolescencia, R y R han dado el paso… Y hoy, yo solo siento el júbilo de que en casa somos uno más.

El viernes de la semana pasada cayó la bomba: R confesó la terrible atrocidad de estar enamorado, a sus quince años, de una chica con la que tuvo un nimio conflicto en la infancia. Temía que le guardáramos rencor a la chiquilla por aquella pueril contienda. Por favor…

Hoy he visto una cría igualita a ella, caminando de la mano de su madre. Tenía más o menos la edad con que, junto a sus padres, R niña se cruzaba con un R niño, en dirección a sus respectivos colegios. Él, con esos enormes ojos aún más grandes y los morritos entreabiertos entre los mofletillos, se quedaba absorto mirándola. Entonces ya supe que, si el destino los unía más adelante, sería algo grande. Qué preciosidad.

Cuando mi hijo nos dio la noticia, me negué rotundamente a ser la madre angustiada y angustiosa que se come el burro antes de matarlo: “que si sois muy jóvenes, que si el futuro…” 

¡Bah…!

Preferí invocar a la Patricia de quince años, rebelde, alocada, valiente para encajar todos los flechazos sin reparos, dispuesta a arrojarse a los brazos del amor en un salto sin red (“¡que el amor me cosa a h..!”, decía un jovencísimo enamorado en Love Actually), ¿qué mejor edad para vivirlo en todo su esplendor?

Recuperé aquellas tardes de nervios en que intentaba estudiar sin dejar de vigilar el reloj para abalanzarme sobre las perchas del armario y acicalarme como si me preparara para ganar el título de Miss Universo. Todo era poco para deslumbrar a esa persona cuya sonrisa me elevaba al cielo en cada encuentro. Reviví la ilusión de salir del instituto con mis amigas montandome un gallinero y riendo en cómplice nerviosismo al toparnos con mi teen esperándome.

El amor: la sangre más viva y alborotada que nunca, el cuerpo lleno de jóvenes resortes inagotables y poderosos para saltar de un planeta a otro. Descubrimientos prohibidos para mi época. Rosas, poemas, cartas (no había internet: todo se desplegaba, se olía (echábamos perfume en el papel) y se leía en voz alta sobre la hierba). Lo más hermoso de todo era la certeza absoluta de que aquello duraría eternamente porque éramos los dueños del universo y el universo era infinito gracias a un amor como el nuestro.

Por fin hemos conocido a R, y mi chicuelo se ha relajado con una felicidad bien merecida y deseada por nosotros, complacientes y dispuestos a dejarles volar en esta bella poesía que es el amor adolescente.

Sin embargo, he de confesar que sí hubo un momento en que me sentí vieja y torpe: cuando les pedí que esperaran un segundito antes de irse, me giré para precipitarme en busca de dinero y me choqué de bruces con mi marido, que se había adelantado y regresaba a la carrera, barajando torpemente unos billetes de cinco euros entre dedos tan temblorosos como los míos.

“Tomad, para que os toméis algo…” Esa frase que inconscientemente se graba de una generación a otra y de la que no nos acordamos hasta que un día como este brota de nuestros labios. En ese momento entendí su significado porque pude sentirlo: “que no os falte nada, que nada arruine esta tarde, que nada apague el brillo de vuestros ojos ni acorte la estela tan bella que se extiende a vuestro paso por esas calles abrumadas bajo las huellas de dos ángeles” (¿os imagináis si les suelto todo eso? Me mondo de pensarlo).

Era una tarde soleada. A pesar del invierno, el astro desprendía una luminosidad dorada que parecía bañar en brillante miel unas pocas hojas olvidadas en las ramas, así como las aceras, los escaparates, los coches… Todo gracias a ellos.

Nos despedimos con el natural miedo a dejar marchar tan insolente belleza por ese mundo que caza luciérnagas.

¡Y allá se fueron…! Rey y Reina tomaron el Metro en Joaquin Vilumbrales para llegar al centro de Madrid bullendo de ilusión, de esa efervescente mezcla de agitación juvenil y vestigios de una infancia que, en su faceta más mágica, no llega a abandonarnos.

Pude imaginarlos, tal como los vi salir de casa: reventando de guapos y enamorados, surcando la Gran Vía, Arenal, cruzando Callao… como dos dioses insultantemente radiantes en un mundo tan gris que hasta una escritora presa del olvido iba a echar pestes contra San Valentín en su columna.

Que se os colme tanto el corazón que no sepáis ni de dónde os llega tanta luz. Os quiero mucho, R y R.

Y ya sí, termino, pero deseo hacerlo regalando a los lectores un poema de William Wordsworth que me vino irremediablemente al caso:

Aunque ya nada pueda devolvernos la hora del

esplendor en la hierba, de la gloria en las flores,

no debemos afligirnos, porque la belleza subsiste en el recuerdo.

Feliz San Valentín: solos o acompañados, el amor está en el aire. Respirad hondo.

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una brujapueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

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