Desde mi Colmena en Alcorcón: te ayudo aunque no lo creas

Nueva columna semanal sobre una interesante versión deportiva de la dialéctica y la utilidad de fastidiar un poco. Desde mi Colmena en Alcorcón: te ayudo aunque no lo creas

Estoy observando el calentamiento previo a un partido de baloncesto. Un jugador avanza hacia la canasta botando el balón. Dos compañeros suyos, situados frente a él, tratan de impedir su objetivo, retrocediendo de espaldas en la misma dirección como consecuencia de la resistencia de aquel. Su misión consiste en bloquear todo intento de lanzamiento a la cesta o pase a uno o varios compañeros que rematen la jugada.

En el siguiente trío, uno de los que tratan de impedir la culminación de la jugada como en el caso anterior, no se esfuerza demasiado. “Flaco favor”, pienso. En el deporte hay ciertos momentos donde  benevolencias, cortesías o, simplemente, la pereza, solo ocasionan perjuicio para tus compañeros, pues les obligas a mermar su esfuerzo.

Como en un parque infantil, cuando se trata dcolumpio, toca empujar. Pero cuando se trata del balancín, de dar fuerza al otro para hacer que se eleve, debes caer con todo tu peso. Después te toca llegar alto a ti, y a tu impulso se sumará la inclinación con que el otro te dé fuerza. Es un ejercicio de esfuerzo recíproco y un ejemplo ideal de colaboración mutua.

Mi memoria aterriza inevitablemente en el que fue mi deporte rey: el taekwondo.

Durante los combates, cada compañero tenía la obligación moral de ponérselo lo más difícil posible al otro (siempre dentro de una cierta equivalencia de nivel y cinturón, claro).

Y ahí estaba la magia de la retroalimentación que nadie puede distinguir cuando dos o más compañeros se revuelven como fieras: que se están ayudando mutuamente. Cuesta verlo, pero después de este artículo lo entenderéis.

Es una peculiar filosofía del compañerismo que exige cierta correspondencia en pro del éxito común. Nos fortalecemos mutuamente en la confrontación: cuanto más te empeñas tú en dar lo mejor de ti, más obligas a tu compañero a esforzarse, ayudándolo, por tanto, a mejorar…, y viceversa (sí, suena un poco lioso… por eso recomiendo vivir personalmente esta experiencia. No hace falta que os metáis a recibir balonazos o galletones que ni yo misma podría soportar a estas alturas de mi vida; un curso de ajedrez, sin ir más lejos, ya es una muestra magnífica).

En determinados ejercicios no cabían el desaliento ni las cortesías paternalistas; si alguno se ponía condescendiente con la compañera, recibía el mandoble que le recordaría que estábamos en un dochang de taekwondo y no en un salón de té; que necesitábamos prepararnos contra agresores de cualquier calaña, no contra poetas (aunque estos últimos pueden dañarte infinitamente más, con afiladas líricas a prueba del mejor ninja).

El caso es que en dicho lugar y momento adecuados para contribuir a la superación mutua, un buen compañero que te subiera el ritmo, con firmeza y pragmatismo, sin aportar nada personal ni para bien ni para mal, era quien realmente te estaba ayudando. De hecho, aquel que, por el pueril motivo que fuese, te faltaba el respeto negándote un combate digno, ese era considerado un egoísta, un déspota para quien, simplemente, no merecías ni un mínimo gasto de energía. Suena paradójico, pero te ofendía que no te atacara o no respondiera a tus ataques porque en ese contexto su pasividad no tenía más interpretación que el desprecio hacia tu derecho a mejorar tus cualidades.

Me ha complacido detectar el mismo feedback en el baloncesto, a pesar de tratarse de deportes tan diferentes en su manifestación superficial. Obviamente, ya puedo imaginarlo presente de la misma forma en el fútbol y tantos otros: fastídiame, pónmelo difícil para hacerme crecer.

Al margen ―pero no desligado― de esta rivalidad intencionadamente constructiva, el deporte inculca una filosofía, una actitud perpetua que te protegerá como un ángel de la guarda vitalicio latente en tu interior. Gracias a él, las adversidades solo te harán crecer.  

Cierto es; a corto plazo, eres consciente de cómo mejora tu forma física, tu técnica, tus reflejos…

Y consecuentemente, tus resultados y los de tu equipo. Pero lo más sorprendente, lo que no habías experimentado, va llegando a largo plazo, descubriendo dentro de ti al campeón que desconocías.

Te das cuenta de que aquellos años te legaron resultados más valiosos que un puñado de medallas y copas cogiendo polvo sobre algún anaquel perdido, porque constatas, ante cada embate de la vida, cómo se había entrenado tu mente sin que te percataras de ello en el momento. Porque en tu esencia emocional se fue grabando, entrenamiento tras entrenamiento, campeonato tras campeonato, con la profundidad de una erosión embellecedora, el reflejo casi innato de crecerte ante las dificultades.

Lo más increíble, lo más inesperado, sin embargo, te está esperando cuando has aprendido a perder con maestría; entonces llega el momento de aprender a ganar. Que tampoco es fácil…

Es la magia del deporte y el trabajo en equipo.

No privéis a vuestros hijos de semejante regalo.

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una brujapueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

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