Desde mi Colmena en Alcorcón: No sé si te mentí, mi niño

Desde mi Colmena en Alcorcón: No sé si te mentí, mi niño

Nueva columna semanal sobre palabras cargadas de buena intención que pueden convertirse involuntariamente en mentiras cuando se destruyen las circunstancias que las sostienen. Desde mi Colmena en Alcorcón: No sé si te mentí, mi niño

La primera acepción del diccionario de la RAE para mentir es: Decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa.

La definición oficial me exime de culpa, pero no me consuela. Descarta la mentira de aquellas palabras que dirigí a un pequeño en un momento mágico para ambos. Sin embargo, mi conciencia no se libera de cierto malestar, de la sensación de que, aunque no mentí, hice algo similar; ¿podría llamarlo mentira involuntaria? ¿Ingenuidad compartida?

Me martillea una pesadumbre tan tenaz que no me permite abandonarme ni un segundo a la indiferencia necesaria para seguir nadando en el transcurrir cotidiano.

En teoría, este tenue zumbido de remordimiento no debería acosarme, pero en la práctica, en el mundo de los que tenemos la sangre caliente, se mantiene con la terquedad de una canción machacona, mientras repite ante mí el recuerdo de los ojos abiertos e interesados de un niño cuya alma me costó reanimar cuando se sentó ante mí, con insólito desánimo en un crío que se encuentra frente a Melchor.

Me costó paciencia y algo de magia, materna más que monárquica, vencer su apatía, lograr que levantara el rostro y me hablara…, para decirme que no tenía casa. Quienes leyeron la columna: “¿Hacemos magia?”, recordarán esta experiencia, que compartí al final de la misma.

Su tristeza era infinita y no hay derecho a eso. Si hay un Dios, primero debe estar con los niños.

Y si no lo hubiera, nosotros deberíamos velar por todos ellos sin excepción.

Recuerdo que le susurré, con nuestros rostros muy próximos y mis ojos fijos en los suyos, pretendiendo hacer magia de verdad: “Estudia, estudia mucho y pregunta y pide ayuda a los profes. Estudia y un día tendrás un trabajo increíble para comprarte una casa preciosa.”  Y él asintió con entusiasmo, con propósito, con milagrosa determinación. Mi pequeño (a veces los siento a todos como algo míos) llegó con las alas rotas y finalmente se levantó de la silla dispuesto a comerse el mundo.

Estoy desmoralizada. Resucitas la ilusión de un niño que ha nacido en un punto de partida injustamente alejado de la línea de salida donde se preparan los demás, y un día constatas que lo único que le aporta la equidad necesaria para competir con el resto la enseñanza pública está amenazado por los intereses de quienes no tienen corazón. Simplemente, porque no se puede tener corazón y apoyar la injusticia o darle la espalda.

Ayer recibí dos mazazos: el primero, una noticia destacando la elección de tres colegios privados de Alcorcón entre los cien mejores de España, (quedando en torno al puesto septuagésimo). Afortunadamente, después se mencionaba uno público, por fin; con prudente mención, no obstante, a pesar de haber quedado como el tercer mejor colegio del país.

Lo aplaudo totalmente de acuerdo con la elección, porque yo no podría concebir mejores profesores que los del colegio público donde han estado mis hijos. Ellos inspiraron los fascinantes dones pedagógicos de mi personaje (el maestro griego) sobre sus alumnos. 

El segundo mazazo, este desde una emisión televisiva, fue la elección como alumna predilecta de la Universidad Complutense, de la persona que pretende eliminar a mil docentes del próximo presupuesto para la educación secundaria pública y dotar de becas para la enseñanza privada a familias que cobran cien mil euros al mes.

Francamente, yo no puedo evitar que tal loa a la enseñanza privada por un lado y el insulto de señalar como ilustre a dicho personaje conduzcan mis conjeturas hacia la clara intención de destruir la enseñanza pública y gratuita por parte de cierto sector político, como inevitable es igualmente que mi pensamiento derive hacia ese niño, a todos esos niños que encierran un gran talento cuya sepultura precoz deberíamos evitar entre todos.

Anoche estuve hablando con mi hijo. Su padre acababa de comunicarle un mensaje recibido de su instituto, relativo a unas pruebas a las que, para cuando leáis esta columna, ya habrán transcurrido. Afortunadamente, eran un simulacro (y menos mal) de las decisivas.

Al escuchar decir a mi hijo: “vaya chorrada” como respuesta (a ver, tiene quince años… Señoría: nada más que añadir), no dudé en acudir a hablar más detenidamente con él. Le expuse la situación y la posible importancia de la altura a la que el pabellón de la enseñanza pública pueda quedar en dichas pruebas para su supervivencia. Lo entendió, lo hará extensivo. Ojalá se lo tomen en serio.

Chavales: quiero veros comiéndoos los libros como si os quitaran el mañana (que es lo que ocurrirá si no ponemos todos de nuestra parte).

Como le dije a mi hijo: Estudiad, estudiad mucho… para salvaros.

Espero no haberle mentido a él también. Lo que sí es una verdad imbatible es que su esfuerzo perderá sentido si le arrebatan las reglas que protegen la equidad de oportunidades: la enseñanza pública de calidad. 

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una brujapueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

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