Nueva columna semanal sobre la vuelta al colegio y la alegría infantil. Desde mi Colmena en Alcorcón: Días de fiesta, maestros y niños
No todos me conocéis aún, a pesar de que mi nombre ya suscita sonrisas y ―por qué ocultarlo―, también algún que otro suspiro. Me llamo Icetas. Soy cretense. Llegué a vuestro país hace algo más de dos mil años. Sí: habéis leído bien… Soy un fantasma nostálgico que de vez en cuando se deja caer por tierra ibérica.
Aunque nadie puede verme a simple vista, disfruto paseándome por las aulas de los colegios para admirar los métodos de enseñanza actuales, derivados del progreso que ha hecho posible tamaña evolución en el mundo docente. Es un placer que me reconcilia con mi triste final.
Yo también fui maestro. Pero no un maestro al uso en mi época; yo fui un visionario, un rebelde al sistema. Ya amaba a los niños como lo hacéis ahora y, por tanto, los trataba a todos con igual respeto y cariño, fuera cual fuera su origen y estrato social. Mi lugar de origen, Malia, era un pequeño pueblo pesquero, artesano, ganadero… En mi familia éramos apicultores.
Desgraciadamente, allí no había escuela. Yo tuve la inusual suerte de poder acudir a la de Atenas, pues procedía del distinguido oikos de los Crisólakos. Fui lo que ahora llamaríais… un niño pijo. Solo que yo deseé compartir mi suerte con los nacidos en peor fortuna. Ser un maestro para todos se convirtió en mi máxima aspiración.
Y aquí estoy: visitando el primer día de cole en un colegio de Alcorcón. Es uno de mis momentos favoritos del año. Qué pena me da que los padres no puedan presenciar los reencuentros de los alumnos con sus profesores. Cuando yo estudiaba, eran impensables, de todo punto, las muestras de cariño entre maestros y niños. No recuerdo mayor gozo de aquella vida mía, ya tan lejana, que el de la fundación de mi primera escuela en Hispania (como era nombrada entonces), ni mayor dolor que verme forzado a huir, abandonarla y, con ella, a todos esos pequeños alumnos que habían encendido, en sus prolíficas cabecitas, la luz de la sabiduría y la esperanza de un porvenir mejor que el que les aguardaba sin mí.
¡Lo siento, por nada del Kósmos era mi intención poneros tristes!
Porque el motivo de esta intrusión en la colmena de Patricia es la gran alegría que he vivido durante estos días en vuestra ciudad.
Como ya os dije, hoy empezó la escuela para los más pequeños (sí, ya me ha dicho la autora que la columna se lee los domingos, pero os ruego que os situéis en el miércoles, día siete).
Como adelanté mi llegada un día y me enteré de que estabais en fiestas, me animé a visitar el recinto ferial de Los Cantos, donde se celebraba… ¡El día del niño! ¿Sabéis lo que eso supone para mi? Oh… Todos los días deberían ser así; para ellos: mis adorados genios, tan pequeños y enormes a la vez.
¿Sabéis cuánto me emocionó ver a tantas criaturas con los ojos desorbitados de ilusión, señalando con el dedo a un lado y a otro…? Se agitaban, ávidas por montar en todos los artefactos, tomarse un algodón de azúcar o poner a prueba la puntería del adulto que los acompañaba para llevarse uno de los juguetes con que serían premiados…
Al día siguiente no falté a mi cita con el comienzo de curso. Ojalá mi kálamos (Patricia me corrige: “se llama pluma”) encontrara las palabras que me faltan para describir las emociones que me embargaron ante lo que presencié: los niños llegaban al colegio y sus ojos se iluminaban tal como les vi hacerlo ayer en la feria. No, no encuentro las palabras… Me colmó una emoción inefable. No, aún no puedo creerlo: cruzaban las puertas de la escuela con la misma ilusión con que ayer cruzaron la entrada del recinto ferial. Buscaron a sus compañeros y se arrojaron a abrazarlos en una fiesta de risas y bailoteos espontáneos; se reencontraron con sus maestros con la misma sonrisa que a mí me dedicaban mis pequeños oxomenses en aquel año 133 a.C. Ay… me habéis hecho revivir aquello.
Mientras disfrutaba del afectuoso jolgorio por las aulas, algo en particular me instó a detenerme en una de ellas: una profesora nueva se presentaba a los peques.
“Huy…” ―pensé― “los difíciles comienzos…”
Atrapado por un instinto o deber moral como compañero de gremio, me quedé a su lado. Necesitaba acompañarla en un momento tan complicado para un maestro. Me habría gustado poner mi mano en su hombro y darle ánimos. Deseé poder ayudarla de alguna manera, porque eran tantos “canijetes” y tan activos…
Pero cuál fue mi asombro cuando, a los pocos minutos, aquella maestra ya ejercía la misma magia que yo mismo tardaba una semana en alcanzar, y los niños la observaban encandilados, deseosos de participar con ella en todo lo que les propusiera, tan imaginativo y pedagógico a la vez… Cómo sonreían, encantados con su nueva profe. No puedo estar más contento; explotaría de dicha.
En fin, como ya os comenté, nadie puede verme, pero en alguna ocasión vuelvo para deambular felizmente por los pasillos de los colegios que un día creí un sueño perdido para los niños de Iberia ―perdón, Hispania; ¡ah, no…!: España―, tras mi forzosa huida de un cónsul romano al que hice algo bastante más grave que desafiar su sistema.
Y una vez más, puedo volver tranquilo al lugar donde una mujer muy especial y mi propia colmena me esperan (dejo en paz la de Patri). Lo hago constatando que la dicha con que mis amados niños entraban en mi aula no solo no desapareció, sino que en sí misma ha aumentado y se ha extendido. Parto satisfecho, porque habéis conseguido que todos tengan acceso a la Enseñanza. Ese fue otro de mis propósitos, por los que ciertos colectivos impelieron al cónsul a deshacerse de mí. Que nadie lo eche a perder jamás.
Mi más sincera enhorabuena a todos los maestros, a los padres, ¡y a los abuelos! que pasan estos dulces días entre niños.
Desde Malia, con cariño,
Icetas: El maestro griego.
Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Su último libro, ‘Las abejas de Malia: el maestro griego‘ se puede adquirir pulsando aquí. Por otro lado, la segunda parte de la primera entrega, ‘Vidya Castrexa’, se puede adquirir en el siguiente enlace.
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