Nueva columna semanal sobre la experiencia liberadora del Camping. Desde mi Colmena en Alcorcón: Aligerando armarios
Somos “campistas”. Debido al peso que debe soportar nuestro automóvil ―cuya condición de feliz corcel al galope trueca en la de sufrida mula anclada a un remolque―, todos los años preparamos unas pocas bolsas de estrictas dimensiones que nos permitan cargarlo con las pertenencias más básicas.
Lo sé: suena a renuncia ascética, a «agreste vida de ermitaño plagado de privaciones»… Vamos, un drama.
En absoluto: la realidad es que un gesto tan simple y a la vez tan difícil como es librarse de lo superfluo se traduce en un curioso alivio, ligado al feliz recuerdo de las experiencias que me han llevado a constatar una suerte de efecto sanador a nivel mental y su repercusión en la salud física. La reducción de mi equipaje inspira una creciente liviandad en mi ánimo, a medida que descarto objetos asociados a los hábitos que, sin que nos percatemos, lastran cada minuto de la vida a la que nos hemos dejado arrastrar.
Mientras guardo esos pocos enseres elementales, siento cómo el aire pierde gradualmente peso y densidad en mis pulmones y, aunque no estemos aún en el lugar de destino, comienza a ganar frescura y pureza. A la vez, el anticipo de mi ensoñación ya me envuelve en la luz de un lugar donde no existen paredes, puertas ni ascensores.
Aparte de lo grandioso de cambiar el techo de un piso por toda la cúpula celeste, hay pequeños detalles, minúsculos y estimulantes, comparables en dicha a esa caricia corta pero amable cada poco tiempo o el olor del café recién hecho.
Sin ir más lejos: guardar tan escasas pertenencias en los pequeños compartimentos de la caravana/tienda y sentir que no te falta nada.
Repito esta frase que me parece la clave de la felicidad de todo ser humano: Sentir que no te falta nada.
Tener la certeza de que en tan reducido espacio tienes exactamente lo que necesitas; que es posible que una moderada selección de prendas y útiles resulten funcionales en todos los contextos.
Precisamente ―aprovecho para compartir un alegre apunte―, en esta última aventura me he visto presentando el primero de mis libros vestida en plan “Lara Croft” y sin una partícula de maquillaje, en pleno cañón del Río Lobos, junto al río Ucero y el lugar donde transcurre la novela.
Nunca me sentí más cómoda.
Ha sido una experiencia maravillosa y, desde luego, muy original. Aunque, de acuerdo con el fuerte contraste diario de temperaturas descrito en dicho libro, a medida que el sol se ocultaba mi mano escribía las dedicatorias e improntas con un temblor gradualmente incontrolable. Me despedí del público como Icetas, el maestro protagonista de la novela: presa del progresivo enfriamiento nocturno de la zona en pleno verano, con un castañeteo de dientes trastabillando mis últimas palabras, y frotándome los brazos.
Volviendo a la vida de “campista”:
Te das cuenta de que puedes cocinar, comer y dormir en solo unos ocho metros cuadrados; tal vez porque, al salir de tu caravana cada mañana, la inmensidad natural que te ofrece su puerta, según donde hayas acampado ―esos árboles, esas montañas, el mar…― es tu hogar.
Tu mundo se invierte: esa estructura que en la ciudad consideras “hogar”, en el camping pasa a ser un accesorio, una herramienta al servicio de tus necesidades más básicas. Al mismo tiempo, el entorno, hostil en la ciudad, se convierte en tu hogar al salir de la caravana. Como dirían en mi segunda parada vacacional, desde la que escribo estas líneas: “N´est-ce pas curieux”? (Sí, quería dar un poco de envidia: Sur de Francia, “oh,la,la…”).
En este momento escribo frente al mar, sobre un cuaderno apoyado en mi bolso-mochila: mi único bolso, sin dudar, sin revolver medio armario como en el piso; sin provocar el alud de ese amasijo multicolor lleno de correas que se enredan, hasta que encuentro el complemento idóneo para ese vestido o conjunto cuya selección ha conllevado poner patas arriba la otra mitad del armario, a la caza desesperada del que “ese día te queda bien” (en un camping ningún día te queda mal nada, te sientes estupenda siempre y el mundo es amable, ¡¿cómo es posible?!).
La felicidad adopta formas inusuales:
Una pequeña caravana, las pocas pertenencias referidas, entre las cuales, por supuesto, se incluyen indefectiblemente: un libro, un cuaderno y material de escritura para desahogar este vicio cuando los dedos ya se me hacen huéspedes ante la matraca de mi pertinaz musa, a la que no logro dar esquinazo.
Para cenar: las estrellas, tu familia y comida muy elemental tirando a insana pero que te sienta de lujo. Sobremesa sin televisión, improvisando algún relato de terror sobre “un camping plagado de vampiros bajo la Luna enjironada por negras nubes”, con el consabido manotazo en la lona, que hace saltar de un susto a los niños (ventajas de viajar con una escritora).
Vecinos cercanos que te saludan desde las cálidas y suaves luces de sus mesas mientras pasas con tu caja de loza (el “lavavajillas”, la llamamos) en el camino de ida o vuelta del fregadero, cuando no escuchas más sonido que el de tus pisadas porque todos reducimos el volumen de nuestras voces de forma inconsciente, como por un instinto ancestral de culto a ese templo sin límites físicos que es la Naturaleza y la paz que otorga.
Humanidad y cercanía en estado puro. La ilusión vivida, por unos días, de no haber perdido la armonía con la Tierra y con nuestros semejantes; la certeza de que contamos con los bienes necesarios para vivir felices; todo nos lleva a la conclusión final de que hemos acumulado tantas cosas, que se nos pierde todo por los armarios de nuestra vida y al final sentimos que siempre nos falta algo.
Tal vez sea hora de aligerar nuestra carga.
Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Su último libro, ‘Las abejas de Malia: el maestro griego‘ se puede adquirir pulsando aquí. Por otro lado, la segunda parte de la primera entrega, ‘Vidya Castrexa’, se puede adquirir en el siguiente enlace.
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