Nueva columna semanal sobre el significado de un viaje con amigos. Apuntes desde Alcorcón: Acabar pensando lo mismo
En la última columna hablaba sobre la alegría que me daba que mi madre estuviera en París. En esta me vais a permitir que hable un poco de mí, porque los columnistas lo hacemos poco. Y es que mientras mi madre volvía a Madrid, a mí todavía me quedaban tres días en Granada.
Allí fui con un amigo a ver a otros dos. Qué puedo contar de los viajes con amigos que no me haga repetir con menos acierto lo que alguien más listo haya dicho sobre ellos ya. Creo que deberían ser un género único y propio. Merecen una estantería especial en las librerías y una sección diferenciada en el catálogo de Netflix. Los viajes con amigos son un carrusel de fotos orquestadas y preparadas como el viaje a la Luna junto a otras a contraluz y desenfocadas. Son galerías del móvil llenas de imágenes de la Alhambra iluminada de noche, pero también otras galerías con imágenes de grafitis pintados en las paredes del muro de detrás. Pienso que puedes conocer mucho de una ciudad a través de sus grafitis, por cierto.
Los viajes con amigos son madrugones intempestivos que confías en compensar dando una cabezadita en el ALSA después. Significan también darte cuenta de que te gustan los niños pero solo un ratito y quizá de lejos, no en el asiento de delante sin parar de hablar durante cinco horas. Son visitas turísticas minuciosamente planeadas por la noche mientras te lavas los dientes por turnos que a la mañana siguiente se transforman en salir de casa a las 12 para sentarse a tomar algo en chándal, gorra y gafas de sol, como si fueras una superestrella que quisiera camuflarse. En los viajes con amigos no siempre se piensa lo mismo. Son también compromisos de hacer la visita el próximo día y terminarla tan cansado que parece que tuviste que colocar todas las baldosas del suelo que pisaste.
Son frases y bromas recurrentes que nacen a partir de anécdotas durante el viaje y que exprimes hasta el último instante porque sabes que no sobrevivirán a la vuelta a casa. No cabrán en la maleta y habrá que conformarse con recordarlas de vez en cuando. Los viajes con amigos son una o dos canciones que conforman la banda sonora de una película de unos cuantos días que cuando suenen en tu aleatorio de Spotify te harán reírte en público como un auténtico tarado. Los viajes con amigos saben a Burger King, kebabs y café del día anterior, pero también a raciones caras, tostadas perfectas y pasta al dente preparada por una chica napolitana de pura cepa.
Los viajes con amigos no tienen fecha de caducidad. En este término entran desde los campamentos con los compañeros de clase de Primaria hasta los viajes del Imserso. De esos que cuando comienzas a relatar y a detallar no puedes evitar agitar la mano mientras cuentas lo que moló el segundo día, aunque a tus amigos les haya gustado más el tercero. De nuevo, no pensar lo mismo. Pero son también despedidas con el gesto torcido por saber que pasará un tiempo hasta poder repetirlo. Es tener que deshacer la maleta al llegar y ponerlo todo a lavar, como si el agua caliente y el detergente pudieran arrancar la melancolía y la mala nostalgia de los tejidos. Es cambiar la hora de la alarma porque hay que trabajar al día siguiente.
El último día leímos un poema puesto en una placa en un muro: “Cuánto me gustaría // ser la fuente de mi barrio // pa’ cuando pases y bebas // sentir muy cerca tus labios”. Al lado del muro había una fuente y pensé en acercarme a beber. Uno de mis amigos se me adelantó. “Solo me he mojado los labios”, dijo. Supongo que los viajes con amigos también son acabar pensando lo mismo.
Alberto Viña es escritor y vecino de Alcorcón. De hecho, su primer libro “Relatos de taller“, está realizado en colaboración con alumnos y alumnas del ‘Curso de Escritura Creativa’ del Centro Cívico Cultural Cooperante Margarita Burón. Este se puede encontrar en la siguiente página web, o en el mismo centro.
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