Un capítulo más de la saga de microrelatos ambientados en nuestro municipio. Historias se borrachos en Alcorcón: La Ouija
Álvaro siempre había sentido una extraña fascinación por lo paranormal.
Creció en un chalet del Ensanche sur de Alcorcón, en una zona tranquila, demasiado tranquila para él.
Quizá por eso buscaba algo que rompiera su rutina.
Aquella tarde, sus padres fueron con su hermana pequeña al dentista.
No volverían hasta la hora de la cena y sería la oportunidad perfecta.
Llamó a sus amigos: Sergio, Claudia y Adriana. En media hora estuvieron los tres en el recibidor de la casa, y Álvaro, entusiasmado con el papel de maestro de ceremonias que tendría esa tarde, preguntó:
—¿Os apetecen unos chupitos? Mi padre tiene una bodega.
Los chicos asintieron sin dudarlo, especialmente Sergio:
—¿Quién rechazaría algo así? —dijo Sergio, el más fiestero—, sabes que nunca rechazo una buena fiesta.
Sus pisadas hicieron crujir la madera de las escaleras mientras bajaban al sótano y se pusieron tensos.
Era amplio, silencioso, con paredes de hormigón y estanterías llenas de trastos.
Después de hacer una improvisada cata de bebidas, envalentonado por el alcohol, Álvaro extrajo un objeto de una bolsa de tela. Se trataba de una tabla de ouija. Sus amigos se miraron, dudando.
Claudia contestó con nerviosismo:
—No sé, tío… Dicen que estas cosas no son un juego.
Álvaro aludió con tono burlón:
—Bah, no pasa nada. Es solo un juguete.
Encendieron una única vela que colocaron en un extremo de la mesa ovalada de plástico que utilizaban en verano. La luz temblorosa proyectaba sombras extrañas en las paredes y se sentaron en unos pequeños taburetes.
Álvaro, muy concentrado, dió comienzo al juego:
—Vamos, poned el dedo índice sobre el vaso.
Uno a uno, lo hicieron hasta que todos estuvieron tocando el vaso.
Álvaro susurró:
—Si hay algún espíritu presente… danos una señal.
Hubo una larga pausa. Solo se escuchaban sus respiraciones en un silencio tenso.
Les sobresaltó un ligerísimo roce del vaso sobre la madera.
Adriana rompió el silencio asustada:
—¿Quién ha sido? Yo no lo estoy empujando.
—Ni yo —añadió Sergio.
Álvaro, muy nervioso, contestó:
Yo tampoco.
El vaso comenzó a moverse tan rápido que no les daba tiempo a ver las letras que marcaba.
Adriana susurró:
—Esto no me gusta… ¡Vámonos!
Álvaro, firme, no cedió:
—¡No! No podemos dejarlo así, sin más. Hay que despedirse, debemos cerrar la puerta.
Pero Adriana ya no escuchaba.
Apartó las manos y se levantó de un salto. Seguidamente sonó un golpe seco, el de su cuerpo al caer al suelo tenso como si hubiera sufrido una descarga eléctrica, con el rostro contraído en una mueca de dolor. Unos instantes después comenzó a convulsionar.
Claudia gritó:
—¡Adriana!
Escucharon un ruido gutural proveniente de la garganta de Adriana seguido de un olor nauseabundo, a putrefacción, que invadió la estancia. Álvaro sintió arcadas y, de pronto, Adriana dejó de moverse. Su cuerpo se quedó rígido y, un minuto después, abrió los ojos. Pero esos ojos no eran los suyos, sino dos pozos negros, vacíos, llenos de una maldad demoníaca.
Vomitó un líquido negro y espeso y se incorporó con movimientos torpes, como una marioneta rota.
Claudia, que estaba detrás, casi sin voz, le preguntó:
—¿Adriana… ?
La aludida giró la cabeza de forma inhumana 180 grados y sonrió.
Sus labios se estiraron más de lo natural y dejaron brotar unas palabras perturbadoras con voz grave y distorsionada:
—Me habéis traído, ahora esta es mi casa.
Los chicos gritaron y salieron corriendo del sótano, chocando entre ellos en las escaleras.
Una vez arriba, Álvaro miró hacia abajo y vio que Adriana permanecía inmóvil al pie de la escalera, sonriendo.
Salieron de la casa corriendo y se detuvieron en la acera de enfrente. Miraron aterrados la casa sin saber qué hacer.
Un rato después regresaron los padres de Álvaro. La madre, al verlos en la calle y tan asustados, preguntó:
¿Qué ha pasado aquí?
Le contaron lo sucedido, e incrédula, entró en la vivienda.
Avanzó por el pasillo, abrió la puerta de acceso al sótano y se encontró cara a cara con Adriana. Seguía ahí, en la penumbra, sonriendo, tiró de la mujer hacia el interior, la puerta se cerró con un fuerte golpe y la casa se llenó de espeluznantes gritos.
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