Nueva columna semanal sobre el domingo de Resurrección. Desde mi Colmena en Alcorcón: Que no resucite en vano
Las procesiones han vuelto a salir a la calle. Flores, bellos bordados, figuras relucientes… Algunas restauradas con destreza y todo al detalle, con un amor que se nota en cada puntada o pincelada. En un despliegue de laboriosidad ornamental, se abren camino de nuevo, para volver a estremecer a los fieles cristianos que se han visto privados de su celebración más significativa durante dos años.
Todo parece poco para honrar a un hombre con espíritu y nobleza de dios, y al dolor de una madre que ve morir a su hijo, tras ser calumniado, humillado, traicionado, arrastrado y torturado de camino a su ejecución. Pensemos, sintamos lo que esto supone, llevémonoslo a las entrañas. Es terrible.
Hoy es domingo de Resurrección. Se celebra con júbilo el triunfo del bien sobre el mal, la constatación divina de que él tenía razón y de que, para seguir luchando contra un mundo podrido, seguirá viviendo en un reino de Dios que no está en Oriente, ni en Occidente ni en norte o sur; está en cada uno de todos nosotros: en cada oportunidad que nos surja para elegir la opción más acorde al bien; a lo que él haría en esa situación.
Sin embargo, en la práctica real, da la impresión de que este glorioso día que inspira propósito de enmienda, que invita a un nuevo comienzo, a un renacimiento de la buena voluntad, encuentra su final sin más, como si la Resurrección fuera la traca final. Entonces parece que toda esta sucesión festiva de procesiones solo ha servido para recordar cómo murió Jesús, más que cómo vivió; o lo que podría equivaler a esto: por qué murió.
Si uno se atiene a las escrituras de sus discípulos y otros testimonios, y sobre todo sin perder de vista las Bienaventuranzas, para examinar la posible oquedad en que quedan estas fiestas, llegará a la conclusión de que todo lo sufrido por Jesús en el plano físico y psicológico hasta la larga agonía final, no habrá tenido sentido si, terminada la Semana Santa, no nos decimos: “Tu muerte no será en vano; tu resurrección será eterna a base de mantener vivas tus ideas”.
Compasión, solidaridad, humildad, lucha contra la avaricia y contra la injusticia… son algunas de las huellas dejadas por las modestas sandalias de este revolucionario que se enfrentó a una sociedad hipócrita, cuyas leyes no casaban con la ética que él predicaba.
Creo que si Jesús volviera, no entendería cómo hemos llegado a celebrar tanto su nacimiento y su muerte y a olvidarnos de lo más importante: su vida, su misión entre nosotros.
Para empezar, habría que remontarle a la Edad Media, cuando la cosa empezó a degenerar y, para más inri, en su nombre. De ahí a la revolución industrial, y de ésta a nuestros días… La verdad: hasta el hijo de Dios entraría en shock, sin entender qué es lo que no entendimos de su mensaje.
No solo le apenaría profundamente la forma en que nos hemos alejado de su enseñanza basada en el amor al prójimo; también se horrorizaría al ver cómo seguimos crucificando (previo proceso de calumnias, condenas injustas, en fin… al puro estilo Sanedrín) a aquellos cuya ideología es la que más comulga con el camino que nos señaló.
Seguramente se uniría a ellos -aún a riesgo de ser crucificado otra vez-, a ver si por fin erradicaba de este mundo el poder de la codicia, la injusticia y la corrupción, en pro del bienestar de todos y la desaparición de la discriminación y la desigualdad social.
¿De qué sirve resucitar cuando el mundo olvida o ignora cómo viviste?
Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Su último libro, ‘Las abejas de Malia: el maestro griego‘ se puede adquirir pulsando aquí.