Desde mi Colmena en Alcorcón: Lluvia, Regalos, Libros

Desde mi Colmena en Alcorcón: Lluvia, Regalos, Libros

Nueva columna semanal que nos sugiere un regalo muy valioso y dónde encontrarlo. Desde mi Colmena en Alcorcón: Lluvia, Regalos, Libros

Para un lector, existen pocos placeres mayores que una tarde de lluvia y un merecido descanso. Diciembre jarrea lluvia o se limita a regalarnos una llovizna perezosa que para enero probablemente tornará en un gélido chispeo con olor a nieve.

Una cálida manta de cuadros me espera. Me recibe como si deseara rescatarme de la condensación que surca las ventanas en los días más fríos. Cerca de ella, ese libro a punto de acabar su misión me observa anhelante: Sí, sí… ¡llévame contigo!, le imagino suspirar.

Reposo mi bebida caliente al lado de la funda de las gafas, que a su vez se encuentra junto al libro, este ahora pendiente de si abriré dicha funda. ¡Sí! ¡Se las pone! ¡Bien!, celebra con un destello impaciente.

Si un libro pudiera sonreír, sin duda uno de los momentos por excelencia para hacerlo sería aquel en que lo alzas  para llevarle a tu refugio junto a una ventana protectora o dondequiera que estés realmente a gusto. Allí, entre el calor de tus manos, apoyado contra tu pecho y con tus ojos fijos en él, pendiente de todo lo que tiene que contarte.

Ese, como he dicho, sería uno de sus momentos más felices. El otro, con toda seguridad, se daría en la librería, al despedirse definitivamente de los compañeros que quedan atrás ―unos delgados, otros gruesos, unos con una portada llamativa, otros más austeros… ― así como del amable librero o librera que cada día lo repasó con un plumero para mantener su atractivo; a ese momento me refiero, ¡ese! en que  uno lo toma y se dirige al mostrador:

―Es para regalo.

―¿Se lo envuelvo?

―Sí, por favor.

En ese instante, el libro explotaría de felicidad porque, además, le van a poner guapo.

Ay… Si el escritor que lo moldeó, con el amor de Gepetto a su niño de madera o el de Pigmalión a su Galatea, pudiera ver el instante en que uno de sus “libro-hijos”, es elegido y tomado de la estantería; el esmero con que las manos de la librera ―o librero― lo acarician mientras lo envuelven en la colorida promesa de algo que convertirá una tarde de lluvia en el paraíso para alguien querido por el comprador…, si, como decía, la madre/el padre de la criatura pudiera verlo, lloraría con más emoción que en la escena más emotiva que derramó con su tinta sobre las afortunadas hojas que, si ofrecen un mensaje inolvidable, ya no abandonarán el hogar adonde son llevadas.

Las últimas páginas se disponen a revolotear felices entre mis dedos. Echo un último vistazo al árbol de Navidad antes de perderme a través de mi lectura en el mundo que me ofrece, con sus personajes tomando mi mano para llevarme a vivir desde la situación más inverosímil hasta la realidad más próxima y sin embargo posiblemente muy distinta a como la contemplaba yo; la misma realidad descrita bajo una óptica diferente, necesaria para adquirir nuevas perspectivas que nos ayudan a crecer.

Una vez finalizado, un trance extraño mantiene mi mirada inmóvil en su contraportada. A veces, sin saber por qué, lo vuelvo de un lado y de otro, como si este inconsciente ritual volteador multiplicara mágicamente sus páginas, alargando mi estancia entre ellas, postergando la despedida. Y esto sucede porque el libro me ha gustado mucho, horrores, que se dice. Me ha aportado, me ha alimentado el alma, me ha trasladado infinitamente lejos de esta tarde de lluvia.

Tengo que compartir esta maravilla. Deseo que alguien a quien debo un regalo goce de esta misma sucesión de emociones, de estos conocimientos, de este buen sabor que hace que un lector ya no sea el mismo que cuando comenzó a leer el libro. Voy a volver a la librería para que esa persona que con toda seguridad lo apreciará, goce de su propio ejemplar. El libro lo merece. Y el autor, por supuesto, con creces. El reconocimiento con palabras se agradece encarecidamente, pero no remunera las horas de estudio, las investigaciones, las reflexiones, la sesera devanada para llevar al lector a conclusiones que le regalen un enriquecimiento personal y, por supuesto, catalizar después todo el material a través de la pluma. Son risas, llantos, ternura, terror, suspense, un sinfín de emociones y situaciones que se llevan un tiempo y una energía valiosas y abundantes, por mucha inspiración y vocación que un autor posea.

Este libro me ha impresionado tanto que, como suelo hacer en tal caso, me fijo en los datos específicos del autor/autora (es algo que no hago a la hora de comprarlo ―ni maldita la falta―, cuando lo que me interesa es leer la sinopsis y abrirlo por cuatro lugares diferentes; ¿me engancha?¿está bien redactado? se viene conmigo).

¡Caramba…! El libro es de una escritora de Alcorcón. Vaya, vaya… con las escritoras de mi ciudad, me digo. Tenemos una cantera nada desdeñable que, por cierto, nos espera el próximo día 18 en el Mercadillo Solidario del Parque de la Paz (a mí me podréis conocer esa tarde).

Seguramente quien me regaló esta joya la compró en “Nocturna de Libros”, “Frikifactoría”, “El Escarabajo de Papel” o la librería “Vizcaya”, por nombrar algunas de las más próximas.

Sí, hay otros medios de obtenerlos (online), pero nuestro comercio local bien merece el paseo que cada escritora se pegó, de local en local, para contribuir con su modesto empujón al mantenimiento del pequeño comercio.

Solo en una librería de barrio encontraremos la magia de un gremio más antiguo que la imprenta. Solo este reducido templo abarrotado de musas nos regalará una deliciosa evasión con olor a papel: el de los libros que nos esperan.

Yo tengo claro dónde me esperan los mejores regalos esta Navidad. ¿Y tú?

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una bruja, pueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

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