Desde mi Colmena en Alcorcón: La cámara de papá

Nueva columna semanal que nos invita a sonreír a la cámara, aunque ésta ya no funcione. Desde mi Colmena en Alcorcón: La cámara de papá

Hoy mi madre anduvo revolviendo un armario olvidado.

Esta tarde, en su casa (¿o en casa?), mientras me zampaba una de las tentadoras delicias a las que siempre me niego rotundamente, se ha levantado con un salto más propio de una chiquilla que de una señora de ochenta y todos los años:

―¡He encontrado una cajita con cámaras de papá! ¡Y hay más, pero no las alcanzo! Es que tu padre tenía muchas cámaras de fotos. ¿Tú sabías que tenía tantas? Era un caprichoso…

Cuando tu madre ―que te trae por un sin-vivir de preocupaciones respecto a su salud― se precipita como un rayo dispuesta a coger una escalera para hurgar en un altillo, no importa que tú estés hecha un despojo después de una jornada laboral seguida de batallas domésticas, infantiles y perrunas varias, ni que tengas el croissant a la plancha atravesado entre la garganta y el esófago; corres tras ella. Masticando y tragando como puedes, saltas como un leopardo para interponerte a tiempo y trepar a lo alto del armario por esa vieja y pesada escalera, hasta que tu vista alcanza el objeto de sus obsesivas expediciones a la caza de tesoros sentimentales, dentro de ese barco varado que es el hogar vacío.

Recuerdas que también se entrega a esta afición estando sola en casa y se te eriza el lomo de pensar en la que se puede liar mientras no puedes estar con ella.

A pesar de la antigüedad y la superficie polvorienta, algo centelleaba al fondo. Entre siseos y susurros, unas cajas casi deshechas clamaban su rescate del olvido y el tiempo que las devoraba. Una por una, las fui recogiendo.

Con gran cuidado, fuimos depositandolas en la cama que antaño ocupé, esa cama donde tantos proyectos se quedaron durmiendo el sueño de los justos, custodiados por el fantasma de mi juventud.

Saboreando el misterioso instante previo a su apertura, fuimos revelando lentamente su contenido.

Allí encontramos cámaras de todos los tamaños: grandes, medianas…, y una diminuta, propia de un espía de película, con dos mini-carretes de repuesto que se quedaron sin estrenar. Todo un despliegue de antigüallas que harían las delicias de un aficionado a la imagen.

Y al final, en el fondo del yacimiento, ahí estaba: la prohibida, haciéndose esperar como si supiera que era la más especial… La cámara intocable, la que siempre cubría el rostro de mi padre mientras me seguía en mis peripecias.

Cuando yo alzaba las manos pidiéndola: “¡Ahora yo…!”, él la apartaba haciendo sonar ese chasquido que equivalía a su negativa, para recordarme mi corta edad y ese insólito talento en unos pequeños dedos que sólo dejaban destrucción y dibujos a mi paso.

Yo creo que nunca la había tocado. Cuando la recogí y sostuve, mis manos aún tenían un miedo que se sumaba a la reverencia inspirada por semejante reliquia. Desabroché cuidadosamente su funda: “Ten cuidado, Pati”, me pareció oírle decir.

Acerqué el visor a mi ojo derecho y enfoqué a mi madre. Enmarcada en el envejecido cristal, se la veía algo borrosa y anaranjada. Entonces fantaseé con la idea de verla rejuvenecida, radiante, con su frondosa melena rubia y uno de esos vestidos que, sin importar tu figura, te hacían siempre hermosa y el olor a nuevo de su tela perduraba a pesar de los años y los lavados.

Cerré ambos ojos y me empeñé en dotar de una magia retroactiva a la cámara, que accedió a mi deseo.

Así fue como pude ver todo lo que mi padre había captado a través de ella: nuestros baños en la playa, los cumpleaños, mis primeros pasos junto a Toy, el perro que nos acompañó hasta que consideró que ya había cumplido su misión… También estaban los campeonatos de judo a los que se empeñaban en llevar a mi hermano; el pobre, bien zurrado y congestionado, arrastraba gradas arriba su dignidad junto al  cinturón mientras trataba de recomponerse el traje medio arrancado.

También vi al pobre Juan Tamariz y le pedí perdón, allá donde esté, por el ataque sufrido en el escenario a manos de una pequeña salvaje ―sí, ésta que suscribe― que le desbarató todo el tinglado y le llevó a la desesperación.

Volví a asistir a una de aquellas cenas de Navidad donde cuesta creer que cupiéramos todos; éramos tantos, que cuando uno se sentaba ya no se iba a levantar porque no tenía cómo, o corría el riesgo de ser aplastado entre un respaldo y la pared empapelada.

Me topé con primos perdidos, hermanos alejados, tíos casi olvidados, campos de maíz extendiéndose desde una terraza en Galicia, bicicletas inolvidables…, y ese pijama de globitos verdes que puedo recordar perfectamente aunque por entonces no tuviera edad de ponérmelo sola.

Toda una vida pasó ante mí desde el ojo puesto en la cámara de mi padre.

Cuando vaya a verle le contaré todo esto, y sé que a los dos minutos lo olvidará todo otra vez. Maldito Alzheimer.

A lo mejor debería llevar su cámara e invitarle a mirar por ella. 

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una brujapueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

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