Desde mi Colmena en Alcorcón: De ángeles y sueños

Desde mi Colmena en Alcorcón: De ángeles y sueños

Nueva columna semanal que nos sugiere pasar las próximas siestas en la mejor compañía: un ángel. Desde mi Colmena en Alcorcón: De ángeles y sueños

Mientras escribo, te observo.

Duermes. Y en tu sueño intermitente se interrumpen y suceden capítulos de tu día a día, separados por la reapertura de esos párpados que, obedeciendo a tu persistente instinto, luchan por mantenerte alerta.

Te las arreglas para no dejar de mirarme: “que no se me vaya otra vez”…, pero sé que en cuanto comience a leer algo en voz baja (como cuando repaso un escrito) no resistirás la tenue cadencia de mis palabras y mi voz será tu góndola de viaje, la que te mecerá suavemente por los ríos de la inconsciencia hasta esa parcela onírica que Morfeo reserva a los amantes de aromáticas praderas y carreras sin fin, con sus humanos en la meta, siempre esperándolos.

Yo sé que me ves allí, inclinándome para recibirte, las manos prestas a envolver tu cabeza y frotar tus orejas, mientras el eco de mi risa y toda esa meliflua palabrería que extraes de mi colmena llenan tu espacio.

Pasa una moto, un camión, alguien da un golpe o suena el teléfono. Despiertas asustado y soy la primera diana de tus ojos, que me apuntan desorbitados. Poco les dura el sobresalto, pues de los míos fluye tal dosis de cariño que tu cuerpecito peludo vuelve a relajarse en cuestión de segundos. Sin perderme de vista, retomas el ronroneo popularmente atribuido a las especies felinas (¿alguien más tiene un perro que ronronee?).

Debí llamarte Paz. Porque es lo que encuentro al verte. Es lo que se filtra hasta mis venas, algo que aspiro como un gas soporífero cuando te veo enroscado como un suave y tibio ovillo y tu visión me contagia este irresistible peso en los párpados.

Dicen ahora los científicos (esos de prestigiosas universidades con nombres anglosajones que no paran de descubrir cosas que ―en su mayoría― ya sabíamos), que cuando un perro y su humano se miran, el nivel de oxitocina generado por ambos organismos equivale al producido por un enamoramiento o por la primera vez que ves a tu hijo.

Yo lo creo, porque vivo en un flechazo o un nacimiento constante.

¿Cómo puede alguien no creer en esto, no sentirlo, o ni siquiera respetarlo? No lo ha vivido, eso está claro; o tal vez carece de la sensibilidad más básica, ésa que añade un necesario matiz de ternura a todas las relaciones entre seres vivos. Tal vez capas y capas de educación antropocentrista mutilaron su percepción de vuestras emociones, con una muy probable raíz en una discriminación especista con origen en multitud de textos antiguos, aquellos que señalaron al animal como antítesis del civismo, o como criatura al servicio y para consumo de esta supuesta especie suprema.

Vivimos en una contradicción respecto a los animales. Crecemos con cuentos de patitos, conejos y otras criaturas no humanas que se ganan nuestro cariño para, posteriormente, pasar a la edad adulta borrando la sensibilidad que aquellos cuentos despertaron. Porque sólo así seremos capaces de mirar hacia otro lado cuando se les maltrate de tan variadas y atroces maneras.

Pero volvamos a ti, a los perrunos, gatunos, etcétera: desde todos los puntos de vista surgen variopintas leyendas sobre vosotros y la misión que cumplís, inherente a vuestra extraordinaria naturaleza, libre del humano afán de poder, reconocimiento o exhibición de méritos; científicamente se constatan los múltiples beneficios aportados por la convivencia con vosotros.

Y desde el otro extremo, el místico, hay quien sostiene que una vez realizada esa misteriosa tarea que un dios o diosa os encomienda y que culmina al final de esa corta vida que parece servir para que nosotros aprendamos a vivir la nuestra,  recuperáis las alas.

Se argumentan miles de fantasiosas teorías: que si esas alas, que si un arco iris (circula un poema precioso por internet a cuya búsqueda animo)…

Dicen muchas cosas. Pero nadie nos explica qué hacer después con este corazón que se queda en una talla XXXL y nos cuelga del pecho, desgarrado y abierto como un saco viejo y vacío, sólo colmado por la tristeza vertiginosa que dejáis al marchar.

Cuando un hogar pierde su ángel peludo, las paredes de la casa  se convierten en el inmenso estómago de un monstruo gélido que nos devora al entrar y no recibir ese montón de pelos en tu ropa y un par de lametones deliciosamente viscosos (y, según el día, algo apestosos) en la barbilla.

Si tuviera que aventurarme a sugerir un nuevo uso de toda esa piel muerta y arrugada estrangulando nuestro corazón, si se me permitiera regalar el mejor consejo que pueda ocurrírseme al respecto, éste sería, por supuesto, que tras la pérdida de toda aquella luz nos animemos a cobijar una nueva. Una que espera su oportunidad en algún triste chenil de una perrera o Centro de Protección.

No sustituye a la anterior, pues los matices cromáticos de cada luz son únicos, pero calienta de nuevo el corazón, lo alimenta y, para colmo, nos manifiesta la misma gratitud de aquél que se fue, por compartir nuestro hogar y cuidarle (no os engañéis: mientras le cuidáis, él os cuida el doble).

Adoptad otro ángel. El anterior así lo desearía.

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una brujapueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o de las imágenes que aparecen en este artículo.

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