Nueva columna semanal que invita a surfear las olas de calor con una tabla de cordura olvidada. Desde mi Colmena en Alcorcón: Hola, olita
No, ésta no va de otro episodio playero. Hoy toca una de cal. Ya volveremos a la arena.
Si sirve de pista: mientras escribo estas líneas me arden los ojos como si un verdugo, de los de mazmorra y capuchón de cuero, les acercara el típico hierro candente ineludible en toda película medieval que se precie. Sudo hasta por mover los dedos sobre un teclado.
Hoy tengo que confesar que no entiendo nada. Que estoy pez. Que me he perdido diez capítulos.
Vamos a hacer balance: yo me quedé en aquel momento en que la conciencia medioambiental se estaba extendiendo más allá de la población llana, hasta gobiernos que creíamos inaccesibles a nuestra voluntad como pueblo (del cual emana como soberana, incluso sobre los bancos a los que hemos rescatado con nuestros impuestos sin que se nos haya restituido lo prestado todavía. Desde luego, manda… media docena de ésos).
Los políticos de todas las naciones comenzaron a plantearse medidas: prohibir la producción de plásticos, políticas de urgente implantación centradas en el reciclaje, el fin del carbón y en general de todos los combustibles fósiles, así como de la energía nuclear (sobre esta última, ahora se están sacando de la manga que es verde ¡manda otra docena de esos!).
Aquello sonaba a música para nuestros oídos. Los de todos. Porque ya casi la totalidad de los ciudadanos estábamos unánimemente despiertos a una realidad que debía detenerse para remar en sentido contrario al de la cascada que habíamos provocado y que acabará tragándonos como no hagamos propósito de enmienda de una vez por todas y nos concentremos en lo importante: el futuro. Y no a largo plazo: el próximo, porque esto ya se nos ha venido encima.
Fue un momento en que, para colmo de felicidad, llevábamos por lo menos tres veranos sin apenas incendios. Inaudito. La población, en un sorprendente quiebro de madurez, asumió una responsabilidad y hasta cierto gesto de ternura hacia la Tierra. Mi fé en la especie humana se desbordaba. Y con ella, la fe en que ninguna de las fatídicas profecías que vaticinaban un cambio climático se cumpliría.
Y llegó el Covid.
Y todo se fue, con perdón, a eso tan feo con que Happy me obsequia cada día y yo recojo disciplinadamente en una bolsita (biodegradable) que arrojo a la papelera.
Contemplo el panorama perpleja y profundamente decepcionada. Aquellos proyectos políticos que prometían salvar el mundo desde todas las potencias… ¿fueron un espejismo?
Al comienzo de la pandemia incluso era noticia la preocupación acerca del retroceso que implicaba el volumen de residuos plásticos y tóxicos que iba a generar aquella, entre mascarillas, guantes, utensilios hospitalarios… Un horror.
No sé si entonces perdimos la esperanza e incluso el juicio arrojándonos de perdidos al río. Una disciplencia pueril canalizada ―y a la vez generalizada―en el recurso de la pataleta arrasó con todo el sentido común que habíamos logrado desarrollar. Para colmo, los oportunistas de turno nos llenaron la cabeza con una versión suicida de la libertad.
Miro alrededor y veo una rabia descontrolada, infantil, una resistencia, un afán de desobedecer más propio de la actitud caprichosa de los niños alérgicos al “no”, que de la rebeldía contra lo injusto; una desidia y una negligencia intencionada para hacer daño sistemáticamente; no saben a quién ni por qué, pero parece que les toca matar moscas a cañonazos y lo están pagando el mar, el bosque, los animales…
Cuidado que este boomerang vuelve y lo hace con más intereses que los bancos (que no son pocos).
De repente, la industria de lo barato (materiales tóxicos, productos importados de países donde las condiciones laborales rozan la esclavitud, anhelada por todos los empresarios que sueñan con un liberalismo-liberador de las leyes que traban sus indecentes trampas explotadoras; vertidos descontrolados que asesinan ríos enteros…), todo ese monstruo low cost aumenta su tamaño como un cíclope insaciable e imposible de controlar mientras sus secuaces siembran consumismo e insatisfacción vital en las mentes de un número cada vez mayor de adictos a ciertas aplicaciones y series de televisión. Resultado: egos y gulas que crecen descontrolados mientras las conciencias que debieran controlarlos se debilitan, encadenadas a las pantallas que las alejan de los libros y los círculos sociales, que invitan a la reflexión.
Hoy, a pocas semanas de que medio país haya elegido el pan para hoy y hambre para mañana, viene la verdadera soberana: la naturaleza, la madre de todos y sustentadora, a recordarnos que ése no es el mejor camino: que aquí hay alguien viviendo por encima de sus posibilidades (las de aquélla), y ese alguien está propiciando la peor de las pobrezas. ¿Adivináis cuál? Aquella que el hombre invoca a los dioses con ritos y danzas desde tiempos inmemoriales.
Seguid ahorrando agua… y saboreadla despacio, no sea que un día se nos olvide cómo era disponer de ella.
Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una bruja, pueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.
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