Nuevo recopilatorio de relatos de ficción inspirados en el municipio. Alcorcón extraño: Sálvame

Amanecía en el Hospital Fundación de Alcorcón con el habitual trasiego de batas blancas y camillas chirriantes. El doctor Gabriel Echevarría, jefe de Neurocirugía, observaba la ficha del paciente con el ceño fruncido. Se trataba de un joven de veintitrés años que había ingresado de urgencia tras un accidente de moto con un traumatismo craneoencefálico grave por no llevar casco. Requería de una operación a vida o muerte.
Gabriel se preparó para operar en silencio, con la acostumbrada rutina de higiene. No era un hombre supersticioso, pero aquel paciente le provocaba un leve cosquilleo en la nuca, un presentimiento que no lograba espantar.
El quirófano número tres olía a desinfectante y el equipo estaba serio, prometía ser una intervención delicada. Todo estaba listo: la anestesista, el instrumentista… Cada movimiento, cada palabra, seguía el ritual preciso de mil intervenciones anteriores. Gabriel tomó el bisturí.
—Haremos una craneotomía para aliviar la tensión intracraneal —determinó con firmeza—. Hay que eliminar el coágulo y después veremos si se estabiliza y podemos implantar una placa en la parte más dañada.
Realizó la incisión con precisión. Separó el cuero cabelludo, trepanó el hueso temporal y expuso la duramadre. Cuando abrió el cráneo y accedió al cerebro hinchado, sintió un leve mareo. No era cansancio, era… otra cosa.
Algo vibraba bajo sus dedos enguantados y no era su propio pulso sanguíneo ni corriente eléctrica. Se parecía más a… un murmullo. Como si el tejido grisáceo emitiera un sonido sutil que solo él podía oír.
Gabriel parpadeó y se concentró. Estaba en mitad de una operación crítica. No podía dejarse llevar por la imaginación.
—Se está reduciendo la presión intracraneal, siga aspirando, Muñoz. Yo extraeré los fragmentos de hueso y veremos el daño real.
Mientras trabajaba, notó que el murmullo se intensificaba. Era como un canto muy suave que brotaba del lóbulo temporal. Cada vez que tocaba cierta región, una oleada de imágenes cruzaba su mente: rostros desconocidos, risas infantiles, una playa al atardecer.
Gabriel sudaba bajo la mascarilla. Nadie más parecía notarlo. Sus asistentes seguían imperturbables.
Finalmente localizó otro coágulo que amenazaba con estrangular el flujo sanguíneo y Muñoz introdujo con sumo cuidado el aspirador quirúrgico, pero, al hacerlo, el murmullo se convirtió en una palabra nítida, apenas un susurro:
«Sálvame».
Gabriel se detuvo y la tensión se apoderó del quirófano. Los compañeros estaban expectantes.
—¿Doctor Echevarría? —preguntó la anestesista preocupada.
Gabriel asintió, tragó saliva y continuó. La hemorragia remitía. La presión disminuía. El paciente sobreviviría. Todo marchaba bien… y, sin embargo, Gabriel ya no era el mismo.
Cuando finalizó la cirugía y cerró el cráneo, el murmullo cesó. Pero algo había quedado impreso en su memoria.
Esa noche, tras firmar los últimos informes, Gabriel no fue a casa. Caminó sin rumbo por las calles de Alcorcón: paseo Castilla, calle Mayor, avenida del Oeste, Las Retamas y vuelta al aparcamiento del hospital para recoger el coche.
¿Qué fue eso? —se preguntaba.
Recordaba perfectamente la sensación: no fue un fallo sensorial, ni una alucinación. Lo que escuchó fue algo real, como un eco del alma, o quizá un mensaje dirigido a él.
Siempre había considerado la mente un conjunto de impulsos eléctricos, neurotransmisores y redes neuronales, una maquinaria compleja pero relativamente explicable. Ahora dudaba.
Volvió al día siguiente. Bajó a la unidad de cuidados intensivos. El joven operado, Hugo Serrano, dormía sedado con el rostro pálido pero se encontraba estable.
Gabriel se sentó junto a su cama y sin saber muy bien por qué, tomó su mano fría entre las suyas.
—Estoy aquí —murmuró.
Entonces, una lágrima rodó por la mejilla de Hugo pese a que estaba inconsciente.
Con el paso de los días mejoró. Cuando finalmente abrió los ojos, Gabriel estuvo allí.
—Hola, Hugo —dijo con voz queda—. Soy el doctor Echevarría.
El joven parpadeó confuso.
—¿Dónde… dónde estoy?
—En el hospital. Sufriste un accidente y te estás recuperando.
Hugo asintió débilmente. Luego susurró algo que hizo que la sangre de Gabriel se helara.
—Ya recuerdo, soñé contigo… —dijo el chico—. Soñé que me salvabas. Oí tu voz… sentí tu miedo… tu esperanza…
Gabriel se obligó a sonreír.
—Debió de ser el efecto de la anestesia —dijo, aunque ni él mismo se creyó esa excusa.
Hugo negó despacio.
—No. No fue un sueño. Fue… como estar suspendido en un lugar lleno de luz mientras escuchaba una canción muy antigua.
El doctor no respondió, solo apretó su mano con suavidad.
Aquella experiencia cambió a Gabriel para siempre. Siguió operando, salvando vidas, pero ya no veía el cerebro humano como un mero órgano. En cada corte, cada sutura, cada conexión nerviosa, esperaba volver a escuchar una voz.
Empezó a estudiar filosofía y espiritualidad. No dejó la ciencia, pero comprendió que había aspectos de la existencia que no podían ser diseccionados ni reducidos a datos.
En privado, a veces, cerraba los ojos y escuchaba. Entre el leve zumbido de las máquinas y el silencio denso del quirófano durante las intervenciones, con el cráneo abierto de algún paciente que luchaba por seguir viviendo, a veces creía oír la voz del alma que lo habitaba:
«Sálvame».
Cada vez que salvaba a un paciente sabía que no solo reparaba tejido, sino que también rescataba de las fauces de la muerte algo sagrado, algo que ni siquiera él, en su soberbia de cirujano experto, podía comprender del todo.
Y así, bajo las frías luces del Hospital Fundación de Alcorcón, Gabriel Echevarría continuó su oficio con una nueva humildad por descubrir cómo era aún de ignorante.

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