Desde mi Colmena en Alcorcón: Enormes pequeños placeres

Desde mi Colmena en Alcorcón: Enormes pequeños placeres

Nueva columna semanal que nos invita a disfrutar de esos pequeños pero enormes placeres. Desde mi Colmena en Alcorcón: Enormes pequeños placeres

Comprar bolígrafos, pinturas y cuadernos; apagar el móvil, el olor del café, tener la casa limpia, irse a la cama a leer…, oh…

Seguro que compartimos más de un placer mini-enormeEsos placeres que resultan inmensos, a pesar de su humilde sencillez, son los mejores.

Es sábado por la noche, acabo de apagar el móvil y ¡pum!… Acabo de experimentar el pequeño estallido de felicidad producido por este gesto, al que se suman tantas otras pequeñas burbujas que orbitan alrededor de la vida de cada cual; esa secuencia de momentos deliciosos que se repiten sin que la emoción que nos regalan pierdan intensidad roídas por el hastío.

Apagar el móvil porque al día siguiente no madrugas, no tiene precio. Esa noche es una noche de Reyes Magos teniendo seis años, una despedida de soltera, el segundo previo a entrar en el aula donde sabes que te espera esa persona tan especial; es… una emoción inefable, dicho de forma poética y, en nuestra versión más humana, mortal e informal es la repera limonera.

¿Y qué me contáis del aroma del primer café del día? Hay quien, incluso sin ser consumidor de este elixir divino, reconoce disfrutar de su fragancia.

Cierto: he recurrido al más poderoso y extendido placer. Vamos a por uno no tan extendido pero igualmente excitante para quien lo aprecie: la hora de ir a la cama (este placer se eleva al infinito si tienes niños, cacharros en la cocina y mil trastos que guardar hasta que culminas el ritual con el apagado de luces). Eres la última ―o el último― en salir del baño, al fin reina la paz nocturna y buscas con dilatadas pupilas de depredador ese libro que dejaste en algún estante y que parece recibirte coqueteando ante tu voraz debilidad. Es el descanso del guerrero, el alimento del escritor, la puerta del soñador, el abrazo, la nana, la chuche, el premio…

Total, para que a la tercera página te despiertes con el cuello doblado y las gafas medio colgando de una oreja, cayendo en la cuenta de que, una vez más, las voces oníricas habían secuestrado las últimas líneas y los personajes de tu libro se habían diluido entre los esperpentos que nuestro subconsciente crea para ayudar a la mente a digerir la vivencia diaria. Francamente, esto sí que es un poco cruel…

Hay una tercera categoría de placer ―este sí que es raruno, raruno…― menos extendido que los anteriores, propio de los degenerados que asaltamos las papelerías con el frenesí de un alcohólico en una licorería. Muy poco comprendidos.

Hace unos meses, dando un paseo con una amiga, entramos en una tienda de ropa muy barata. Ella admitió que no necesitaba nada, pero acabó adquiriendo infinidad de prendas porque había que aprovechar las ofertas.

Quienes leísteis la columna “Todos empoderados” conocéis mi postura al respecto. Sin embargo, reconocí esa ocasión en que templar gaitas compensa (porque no es fácil ni mucho menos habitual coincidir con una persona especial a la que guardas cariño) y disfruté de la sonrisa que embellecía a mi amiga mientras se le acumulaban los descuentos al pagar.

Entonces recordé que necesitaba comprar recargas para la pluma. No las encontré pero, ¡oh, sorpresa! Para gran alegría friky de escritora, encontré un taco gigantesco de gruesos cuadernos a un precio razonable.

Al deslumbramiento derivado de sus preciosas tapas y la generosa cantidad, las rayas de unos, los cuadros de otros… se sumó el recuerdo de las escasas provisiones de papel en blanco que me quedaban entre multitud de cuadernos ahogados en tinta.

Manuscritos que, por desgracia, no gozarán de digno mausoleo en biblioteca alguna, como los de una célebre autora a la que admiro, cuyos borradores de esbozo y garabato reposan custodiados nada menos que en la Biblioteca Nacional.

Los míos, gestantes de estas columnas y demás ocurrencias, pobretes ellos, recibirán su panegírico cayendo a algún contenedor de papel cuando su estantería se indigeste y empiece a escupirlos.

El caso es que me abracé a ese lote de ensueño como una niña a un peluche que no soltaría aunque su madre la arrastrase de una pierna, para estupor de mi amiga, que observaba boquiabierta mi elección creyéndola una broma, hasta que finalmente arguyó: “Bueno…, poco a poco lo gastarán tus niños”.

Su asombro era lógico; solo otro escritor o escritora podría entender la longitud que alcanzan nuestros viajes literarios sobre esa alfombra mágica tramada con papel y tinta. Sólo otro escritor renunciaría a calcetines sin agujeros o camisetas sin desgarrones, antes que negarse el objeto de su esencia.

En fin, que mi amiga estaba tan lejos de comprender mi placer por llenar los cuadernos como yo de entender para qué querría alguien tantos pijamas. Pero con su sonrisa refrendó lo importante del caso: 

Que no debemos perder la capacidad de respetar el bien merecido premio de los demás; su pequeño gran placer.

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una brujapueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o de las imágenes que aparecen en este artículo.

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