Nueva columna semanal relativa a esa reacción desproporcionada con quien menos la merece. Desde mi Colmena en Alcorcón: El último empujón
Acabo de descubrir una metáfora perfecta para explicar uno de los orígenes ―ojo, que tenemos varios―de esas explosiones de ira que sufrimos ocasionalmente, muchas veces con quien menos lo merece y ―lo que prácticamente es lo mismo― en el peor momento.
Es un luminoso día festivo y acabo de llegar de pasear al perrete. Para qué engañaros; no siempre es algo idílico. Aunque lucía un sol espléndido, los pájaros cantaban y había recibido en el desayuno una deliciosa ración del podcast El bosque habitado como bálsamo infalible contra la creciente pérdida de mi savia vital, no estaba yo para flores. Cosas del estrés, del no tener tiempo ni cuando estás de vacaciones; de haberte comprado otro libro y mirarlo con tristeza porque no sacas más tiempo para leer del que obtienes en el trayecto al trabajo.
De pensar que no logro sentirme bendecida porque mis lectores me roen los tobillos para que remate la trilogía; por la suerte que es tener aun a mi madre viva pero estar preocupada por ella ―y ella por mí―; por tener unos hijos maravillosos pero no todo el tiempo que merecen que les dedique. Y el perro… pobre mío, sobreviviendo y encima agradecido. Mis amigas… santas de incombustible paciencia. Y más personas con las que fracaso en esta entrega recíproca esperando su ración de estas 24 horas de jornada cuya duración va encogiendo con la edad.
Así que llego del supuestamente curativo paseo más quemada que la moto de un hippy, recordando que para colmo mi nuevo horario laboral me va a partir la jornada y la vida más de lo que yo puedo repartirme para todos. Y a ver quién mueve ficha aquí: el mundo laboral se ha convertido en el juego de las cuatro esquinas, pero con quinientos jugadores en cada juego.
Dicho y escupido todo esto que os sonará tremendamente familiar porque andamos todos más o menos haciendo equilibrios por las mismas cuerdas, qué suerte tengo con mi salud (¿segura?) pero qué mala baba tengo hoy que ni la pastillita puede con ella.
Y ahora sí, ahí va la metáfora, espero que os ayude a vosotros también:
Según entro en casa con Happy, empiezo a descalzarme. El perro se me atraviesa con un cariñoso empujón y me sostengo contra una puerta. Pasa la adolescente de trece mirando el móvil y de un meneo me da la vuelta. Recuperando el equilibrio sin soltar la zapatilla de la mano, me llevo el empujón que remata la jugada, por parte del adolescente de diecisiete que sale con prisa y no le ha dado tiempo a esquivar mi cuerpo convertido en un pimpampum. El pobre se lleva el estallido de la patata caliente expresado de una forma muy fea en la que mento la mar salada, todo lo que se menea y hasta el monte de los olivos. Palidece: “Perdón, mama…”. Respondo: “Perdona tú, hijo, es que el tuyo ha sido el último empujón”.
En realidad acabo de inventarme esta escena (que por otro lado es muy viable), convirtiendo para este ejemplo a mi hijo en el pobre chivo expiatorio que paga por los pecados soportados anteriormente por parte de otros agentes (así de paso respondo a tu pregunta sobre esa figura, Raulete). Refleja a la perfección escenas que siguen la misma dinámica y se repiten día tras día, olvidando en el estallido de ira, cuántos factores llevábamos acumulados antes del que hizo colmar la gota. Sales de casa y ya te “encontronas” con una mala cara, una impertinencia del boca-chancla en el ascensor, una caquita en el suelo por donde circula un invidente (quienes no las recogéis ¿es que no pensáis ni en ellos?); un coche haciendo rally por las calles de Alcorcón o, al contrario, un peatón arrojándose en plancha al paso de cebra desde detrás de ese vehículo que resta visibilidad. Uff… sorteas todo mientras se te llena el depósito de las iras, entras en el Metro, subes al tren y a una pobre mujer le falla el equilibrio metiéndote un pisotón que la convierte en ganadora de la patata caliente y el consiguiente rugido.
Se disculpa asustada. No tengo reacciones violentas, pero mis ojos arden como los de la protagonista de mi trilogía, según me consta. Qué pena no tener un espejo en determinados momentos para descubrir el monstruo que dicen ver algunos, cuyo gesto, no obstante, ya me sirve para hacerme una idea.
Por eso, amigos, os invito en esta nueva iniciativa de preguntarnos cuando la explosión sea inminente: “¿Cuántos empujones llevo hoy? ¿Es justa la proporción que le corresponde a éste último?”
En la mayor parte de los casos, descubriremos que el/la pobre infeliz no albergaba mala intención ni desidia alguna en su “empujón”; tan solo una humana pizca de torpeza. Pero la mala suerte lo convirtió en el último empujón.
Patricia Vallecillo – escritora.
Autora de la trilogía Las abejas de Malia y del cuento Letras para una bruja.
web: https://las-abejas-de-malia2.webnode.es/
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