Alberto Viña nos trae una nueva columna semanal hablando sobre el respeto. Apuntes desde Alcorcón: Respetar las pasiones
Llegan abril y la primavera siempre de la mano, como esas parejas que tienen que hacerlo todo juntas. Aparece la Semana Santa como un oasis de respiro y descanso en mitad de un calendario desierto de festividades. La mejor época de mi ciudad natal: Sevilla.
También porque a la Semana Santa le sigue luego la feria, que funciona como el mejor colofón posible de los meses donde el sol andaluz aún derrite solo helados y no personas. También porque Sevilla se engalana toda. Desde las calles hasta las gentes, pasando por los cielos y los olores -nunca jamás nadie pensó que la mezcla entre el incienso y el azahar podía ser agradable hasta que pisó Sevilla en abril-. Y también porque es la época donde la más genuina y pura de las pasiones se deja ver más, aunque nunca se esconde el resto del año.
La Semana Santa es algo inexplicable. Ni siquiera los propios sevillanos son capaces de describirla. No sé si son el pueblo más creyente y devoto de España, pero desde luego sí el que más se vuelca en desvivirse por su pasión. Algo tendrá todo aquello si incluso los ateos se emocionan con las marchas y las cofradías.
Me gustaría estar más ligado a todo eso. Siempre digo que lo único que me une a Sevilla es mi familia, el Sevilla Fútbol Club y los pocos recuerdos que guardo, que no son en un patio sino en una placita donde jugábamos al fútbol y a la Game Boy. Me preguntan con asombro que si acaso me parecen pocas cosas. Yo digo que no. En absoluto. Pero que podrían ser algunas más y, sobre todo, más habituales. No recuerdo la última vez que fui a la feria. Sí me acuerdo de mi última vez en Semana Santa, pero no lo suficiente como para hablaros de ella.
Pero esta columna no va de mí suspirando por escrito. Tampoco va de Sevilla y su primavera. Ni siquiera va de la propia Semana Santa. Cuando llega esta época aparecen comentarios, tuits o vídeos criticando y riéndose de los devotos, y eso me enfada. Primero, porque van impregnados en un tono de superioridad moral que me irrita muchísimo. Segundo, porque perdieron cualquier señal de respeto en el momento en el que comenzaron a escribirse o pronunciarse. Y tercero, porque yo era uno de los que hacía todo eso. Quiero pensar que ya no lo hago con nada.
Esta columna va de que nos callemos la boca más a menudo. De que aprendamos de una vez a respetar las pasiones de los demás. Sean cuales sean. De que si viene alguien a contarte que está triste porque su equipo perdió no le digas que es solo un juego y que no le va la vida en ello. De que si alguien te dice que rezará por ti no le digas que vaya tontería y que eso no sirve para nada. De que no nos quejemos del azúcar que llevan las torrijas que alguien ha tenido el gesto de prepararte. En definitiva, de que dejemos de pensarnos por encima de nadie cuando realmente deberíamos pedir disculpas a cada paso que damos.
La vida se encarga con puntualidad y regularidad machacona de recordarnos que las cosas serias están siempre al acecho. Pobre de aquellos que no tengan pasiones a las que agarrarse para ponerse de pie después del ataque imprevisto de la realidad. Poco rezan por nosotros.