Alberto Viña nos trae una nueva columna semanal sobre el adiós y su sentimiento. Apuntes desde Alcorcón: El regusto de las despedidas
Saber despedirse es lo más difícil del mundo. Hay quienes parecen dominar la disciplina, los hipotéticos maestros del hasta pronto, y quienes no saben ni por dónde empezar. Incluso en el proceso de terminar hay un instante guardado para el comienzo.
Noto que pasa el tiempo cuando cambiamos el jabón de nuestro baño. Ahora tenemos en casa un jabón de manos con olor a mandarina. El único defecto de esa perla anaranjada es el rastro del crimen que nos deja en las manos. Un regusto que uno no saborea pero sí percibe. Y algún iluminado decidió concentrar esa sensación en doscientos mililitros y venderla. Venderla como algo higiénico, para más inri. Ahora me froto las manos con más fuerza al secarlas en la toalla. Me lavo las manos dos veces. El jabón huele fantástico. Es solo el regusto que se imagina mi cabeza la que me hace castigarme las uñas, porque las mandarinas nunca supieron despedirse.
Soy de los que escuchan cualquier tipo de música y no sabe responder cuál es su género favorito. De los que accede a un disco nuevo en busca de solo una o dos canciones. Como quien trata de localizar su taza de café en el armario de las tazas. Soy de los que le piden a su Spotify un “lo de siempre” y que lo deje en la mesa para no hacerle ir y venir todo el rato. “Lo de siempre” son las canciones en bucle. Las hago reproducir hasta que su sonido se camufla entre las voces de la gente o el ruido del metro hasta ser uno más. Cuando no me molestan al leer significa que se han graduado.
Algunas canciones puestas en bucle saben despedirse, pero otras no. Las que arrancan sus acordes o sus cantos en el segundo 00:01 y terminan de manera abrupta no entendieron nada de nada. No son canciones bien escritas, ni fueron compuestas en los estudios adecuados ni interpretadas con los instrumentos apropiados. No se dejan disfrutar. Sin embargo, las canciones que se toman sus, nada, cuatro o cinco segundos al inicio y/o al final son las más respetuosas. Se despiden con una sonrisa y un adiós honesto. No te van a dejar pagando nunca jamás. Te permiten disfrutar del regusto de lo que acabas de oír. Nunca las valoraremos como verdaderamente se merecen.
Recuerdo jugar al fútbol cuando era pequeño en la plaza de siempre de Sevilla, y más tarde en el recreo de mi colegio de Alcorcón. En Sevilla, a veces la pelota se nos colaba en el colegio de al lado. Nosotros decíamos que se nos embarcaba. La pelota se despedía con fugacidad. Pero siempre hubo un amigo ágil capaz de trepar el muro y rescatarla de las garras del olvido. En el colegio de Alcorcón era más extraño. La pelota se colaba en una guardería contigua y nunca la devolvían. Pero se quedaba allí, atrapada entre carritos de bebé. Nadie te dice que en ocasiones te despides de algo que no se va del todo. Lo aprendes tú solito. Cuando paso al lado de unos niños que están jugando al fútbol les pienso como nos pensaba a nosotros de pequeños: confundiendo el adiós con un “mañana nos volvemos a ver”.
Son todo despedidas en este mundo. Al igual que todo lo que sube termina bajando, todo lo que te saluda te dirá adiós más tarde. Las despedidas ni huelen a mandarina, ni duran cuatro o cinco segundos ni tienen forma de pelota. Nadie tiene la más mínima idea de cómo despedirse. Solo lo aderezan para que el regusto no sea tan malo.
AV