Alberto Viña nos trae una nueva columna semanal sobre las expectativas y su cumplimiento, o no. Apuntes desde Alcorcón: Huérfano de intenciones
Vivo esperando el estreno de películas en el cine que luego nunca voy a ver. No veo el tráiler porque ahora te cuentan toda la película, así que busco críticas sobre la película en concreto. Me basta con ver dos fotogramas y leer tres tuits de gente de la que me fío para querer verla.
Luego el tiempo va a lo suyo. No espera y actúa sin preguntar ni avisar. Arrastra nuevos quehaceres a tu camino y te despistas. Y como lo urgente va antes que lo importante, la película pasa por el cine pero yo no. No se da ese primer encuentro romántico y soñado. Tienes que esperar a verla una noche de domingo en la televisión o cualquier día en tu portátil a 720p. Es como haber planeado ir a ver a Ronaldinho cuando fue el mejor y terminar encontrándotelo en el patio de juegos de la cárcel paraguaya en la que estuvo. Más jugadores y más historias así, por favor.
El caso es que la semana pasada logré esquivar lo urgente y fui a ver Licorice Pizza. La tenía apuntada en las notas de mi móvil -habría que hacer una columna sobre mis notas del móvil- desde mucho antes de que la nominaran a los Oscar. La peli pasó por los Cines Ideal al mismo tiempo que pasamos dos grandes amigas y yo. Sábado por la tarde, emplazamiento inmejorable, audio en versión original con subtítulos… Solo faltaba que la entrada hubiese sido gratuita para ser el mejor día del año, aunque cabe decir que hubo descuento.
Y empezó la película. Entraron los rótulos con su nombre. Aparecieron los protagonistas. La deliciosa primera secuencia. Surgió el amor como solo surge en las películas y como uno querría que le surgiera a sí mismo. Y pasó el tiempo, que volvió a ir a lo suyo, a no esperar y a actuar sin preguntarte ni avisarte. Y la película no me gustó. A mis amigas tampoco -al novio de una de ellas sí pero vamos a obviarlo porque se cargaría la columna, disculpad-. Cuando no me gusta una película suelo culparme a mí, porque soy yo el que no entiende el mensaje y no la película la que no sabe contarlo. O la que cuenta un mensaje malo, directamente.
Creo que esta vez fue un tercer supuesto. No terminé de engancharme a lo que me quería contar. Fui con muchísimas ganas de que me encantase todo. Estaba dispuesto a disfrutar las escenas, a sonreír con los diálogos importantes e incluso a reírme de más con las bromas y los chistes malos o forzados. Pero no hubo manera. La película se me hizo larga. Eterna. Dos horas y media que parecieron quince mañanas de martes. No paraba de consultar la hora. Mirar la hora en el móvil debe ser el mejor indicador para darte cuenta de que algo no te está gustando.
Quedé huérfano de intenciones. ¿Y ahora dónde dejo yo toda esta ilusión que cargué a cuestas yendo al cine y que sigo cargando? A veces la pongo en el suelo para descansar un poco, pero el montón no deja de mirarme y de preguntarme qué pasa y que a dónde vamos. ¿Y qué hago yo con los miles de tuits, de historias y likes en Instagram que pensé poner durante los días posteriores a Licorice Pizza? Todos sabemos qué hacer cuando nos gusta una película, pero ninguno tenemos ni idea sobre el protocolo cuando nos aburre. Igual actuamos pensando que sí, pero la saliva nos sabe amarga mientras tanto. Otro buen indicador.
Fue una pequeña derrota. Las hubo peores, por supuesto. Pero dolió también. No es un dolor confesable. No tengo derecho a incluirlo en mi lista de dolencias emocionales por respeto a los demás y a mí mismo primero. Pero creo que le ha pasado a todo el mundo, así que sirva esto como confesionario público de todos nosotros. Entiendo el malestar. Conozco el regusto de esa saliva amarga.
AV