Alberto Viña nos trae una nueva columna semanal con un homenaje a Julio Cortázar. Apuntes desde Alcorcón: sigan sin culpar a nadie
Tocaron el timbre de la puerta. Me puse una mascarilla antes de abrir. Debo ser una de las cuatro personas del mundo que lo siguen haciendo, junto a mis padres y mi hermano. El repartidor me preguntó el DNI y me dio el paquete. Lo abrí en mi cuarto.
Las únicas veces que había comprado ropa por Internet fueron dos camisetas de fútbol y un abrigo. Las tres cosas me quedaban bien. Seguía prefiriendo acercarme a la tienda a probarme todo antes de decidir si lo compraba o no, pero esta vez no lo hice. En el paquete había una camisa de franela negra y blanca a cuadros. Era más elegante de lo que os habéis imaginado, os lo prometo. Su grosor y su tela permitían llevarla debajo de algún abrigo o utilizarla como una suerte de sobrecamisa. “Para el entretiempo”, me gustaba decir. Venía con los botones abrochados. Unas pinzas de plástico aseguraban que su doblado no se deshiciera y que no llegara arrugada a su destino.
La etiqueta con el precio venía atada a la camisa con una pequeña cuerda. La quité y la lancé. Desabroché los botones, quité las pinzas y estiré la camisa. Los puños también estaban abotonados. Me pregunté si quedarían bien alrededor de mis finas muñecas. Agarré la camisa por los hombros y la sujeté delante de mí. Era una talla M, la que solía utilizar yo. Parecía un poco larga. Me la probé encima de la camiseta blanca que llevaba puesta. Efectivamente, era demasiado larga. Las mangas me llegaban casi al final de los muslos. El problema no fue la anchura, finalmente.
Traté de convencerme de que lo oversized estaba de moda. Que podría usarla como sobrecamisa, como pensaba en el peor de los casos. Pero no me pude convencer y perdí el debate conmigo mismo. Decidí devolverla. Pero la etiqueta ya no estaba. La busqué por la habitación y no la encontré. Me acordé del ticket digital, pero utilicé un correo obsoleto para la compra. Un hotmail de cuando tenía diez años. No había manera de acceder a él.
Fui a la tienda más cercana con la camisa para tratar de devolverla. Estaba completamente avergonzado. Se supone que estas cosas no le suceden a un chico de 24 años que ha tenido un ordenador en casa desde los ocho. Me acerqué a la caja. Hola, mire, compré esta camisa por Internet y la quiero descambiar, pero no tengo el ticket ni la etiqueta del precio porque los he perdido. La dependienta torció el gesto y se encogió de hombros. Entonces no puedes devolverla. ¿Pero no hay alguna manera de comprobar en la web que hice yo la compra? La dependienta negó con la cabeza. Sin ticket no puedo hacer nada, lo siento. ¡Siguiente!
Su indiferencia me irritó. Quise decir algo pero un tipo me empujó para hacer su compra. En el desequilibrio, la camisa se enganchó a una percha y se rajó. Miré el corte. Cogí un monitor que había en la caja y golpeé con él en la cabeza al tipo que me empujó. La sangre brotó y cayó en la camisa. El tipo se derrumbó hacia un lado a cámara lenta, como un edificio al derruirse. Lo había matado. La gente gritaba y huía. Los guardias de seguridad me tiraron al suelo y pegaron un lado de mi cara a las frías baldosas. Me esposaron y me sacaron de la tienda. Llamaron a la policía.
Perdí la camisa. Ya nunca jamás podría devolverla.
Esta semana he leído un relato de Julio Cortázar que narra en unas cinco páginas cómo un tipo no puede ponerse un jersey, entre otras cosas. Sirva esto como homenaje.
AV