Novedosa columna de sábado sobre microrelatos. Más allá de Alcorcón. Nueva columna semanal de relatos de ficción: Enemigos.
En un pequeño pueblo de Madrid hubo dos hombres octogenarios, Fabricio y Enrique, que fueron enemigos acérrimos durante toda su vida. Eran tan diferentes como el invierno y el verano.
La rivalidad entre ellos provenía de rencores muy antiguos, heredados de sus padres y transmitidos de generación en generación hasta ellos, los únicos supervivientes, quizá malditos por su propio odio.
Las gentes dijeron que ni la misma muerte podría poner fin a su lucha, así que, cuando el destino les arrebató la vida durante la crecida del rio aledaño en una tarde de tormenta, el pueblo se encontró ante un dilema: ¿qué hacer con dos enemigos que habían compartido un destino común?
Al final, la compasión prevaleció y decidieron enterrarlos juntos en el cementerio del pueblo, intentando simbólicamente zanjar sus disputas de este modo. Bajo un cielo oscurecido por nubes cargadas de lluvia, colocaron sus cuerpos en nichos contiguos.
—Psss, Enrique, cara de culo de oveja.
—No me llames así, tonto del haba.
—Calla esa bocaza de sapo que tienes y escucha: tengo una idea para que nos separen.
—Habla, cabezatuerca.
—Tenemos que conseguir asustar a las suficientes personas como para que entiendan que deben colocar nuestros huesos lo más separados posible.
—Por una vez en tu mísera vida has tenido una buena idea. ¿Y cómo has pensado que podemos hacerlo?
—¿Tú que eres capaz de hacer sin tener cuerpo? Yo he conseguido con práctica soplar muy fuerte, no me preguntes cómo lo hago porque ni yo mismo lo sé, pero puedo hacerlo si es de noche.
—Pues yo, al igual que tú, cuando se ha ido el sol, puedo tocar todo, pero sin llegar a ser capaz de coger nada, en cuanto hago más presión, mis manos atraviesan lo que intento asir.
—Mmm, suficiente. Vamos a empezar por aterrorizar a una pareja de novios que se cuela en el cementerio por la noche.
—Suena divertido. Está oscureciendo.
Como dijo Fabricio, una parejita se encaramó al muro perimetral ayudándose con un contenedor de basura aledaño.
Saltaron con la agilidad propia de esa edad y, de la mano, como dos inocentes corderitos, se escondieron tras un gran panteón.
Allí, a la luz de una vela, comenzaron a hacerse arrumacos y la temperatura empezó a subirles por instantes. Fabricio, que de tener cuerpo hubiera mostrado una diabólica sonrisa, sopló con todas sus fuerzas consiguiendo apagar la vela.
—¡Marcos, se ha apagado la vela!
—¿Qué más da? No me hace falta para lo que estamos haciendo.
—No quiero llegar hasta el final, ¿vale?
—No te preocupes…
El chico siguió a lo suyo y fue entonces cuando intervino Enrique. Con toda su voluntad, le propinó tal cachete al trasero de la chica, que esta dió un respingo y dejó escapar un grito.
—¡Ay! ¡No seas tan bruto!
—¿Cómo? ¿Qué?
Seguro que me va a quedar señal del azote que me has dado en el culo.
—Pero si yo no te he dado ningún…
Mientras decía esto, Fabricio sopló en la nuca del chaval, que en un acto reflejo, se giró ipso facto para averiguar quién había sido, porque María, su chica, estaba en frente de él.
En ese momento, Enrique arañó y golpeó la puerta enrejada del panteón haciendo sonar el metal oxidado en el silencio de la noche.
La pareja, al unísono, profirió un angustioso grito de pánico y salieron corriendo, saltando el muro con la ayuda de la escalera que se utiliza para subir a los nichos y sin mirar atrás hasta que desaparecieron en la noche.
Pese a sus esfuerzos por espantar a la gente, las almas de Fabricio y Enrique siguen sin encontrar la paz, nadie se atreve a tocar su última morada por miedo a quedar maldito. Sus espíritus aún vagan entre las tumbas intentando asustar a los osados que se internan de noche en el cementerio y hay quien dice escuchar cómo dos hombres se increpan mutuamente, pero nunca les han llegado a ver con la suficiente claridad antes de que se desvanezcan en las sombras.
No pueden soportar la cercanía del otro ni tan siquiera en la muerte.
Noche tras noche, sus almas se enfrentan en un duelo etéreo, reviviendo las mismas peleas que tuvieron durante sus vidas terrenales; una enemistad que no finalizó tras ser enterrados.
A medida que el tiempo pasa en el mundo de los vivos, la leyenda de las apariciones y hechos paranormales atribuidos a Fabricio y a Enrique, se ha convertido en una advertencia para los lugareños sobre los peligros de dejar que el odio guíe sus vidas. Las almas de esos dos desdichados continúan atrapadas en una espiral interminable de resentimiento, sin encontrar la redención mutua que tampoco se concedieron en vida.
Jose Luis Blanco Corral es autor de Vidas Anodinas y de Cuando no quedan lágrimas.
*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o las imágenes propias de este artículo.
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