Nueva columna semanal que invita a celebrar la recuperación de una sabiduría perdida. Desde mi Colmena en Alcorcón: Volver a la inocencia
Me gusta comparar la evolución con el núcleo magnético que hace girar la Tierra: imparable, lenta, incontenible. Pero sobre todo me encanta el giro en espiral —aquella espiral sabiamente grabada por los celtas en todos sus bordados, dibujos y tallas, recreada incluso en sus danzas —que el progreso dibuja en nuestra Historia. Creemos que la dialéctica nos lleva por círculos repetitivos, pero estamos agrandando el pensamiento en consonancia con el crecimiento de nuestro entendimiento y la apertura de dicha espiral.
Que sí, que últimamente parece que “el número de tontos ha aumentado…” Pues hoy creo que no; hoy me siento optimista para afirmar que siempre los hubo, pero ahora podemos percibirlos mejor, no sólo porque necesitan exhibir su estulticia en todo tipo de redes sociales sino, sobre todo, porque los miembros de la raza evolutiva que mencioné un par de columnas atrás, estamos más despiertos que nunca; y ya no sólo no nos pasan desapercibidas sus conductas, sino que no estamos dispuestos a seguir dejándolas pasar.
Gracias a nuestra insaciable comezón filosófica, cambian las perspectivas, cambian las costumbres e inevitablemente los conceptos. Y con ellos, hasta los sinónimos. Este es el tema-puente que necesito abordar en primer lugar: la mutación que experimenta el lenguaje de una época a otra, o incluso de un país a otro, dentro de un mismo momento (por ejemplo, existe un verbo en inglés que te responsabiliza de lo que se te cae (nada se cae sólo, siempre hay un descuido por medio): drop; o, en el caso de la lengua germana, no hay algo que te preocupa, eres tú quien “se hace su preocupación”: ich mache mein sorgen, responsabilizándote así cuánto estés dispuesto a permitir que algo te afecte).
Con expresiones que exigen madurez, ésta es infiltrada sutilmente en todas las conductas (de ahí por tanto la importancia de modificar ciertas palabras y expresiones con origen en el patriarcado, cuyos artífices diseñaron arteramente un lenguaje a la medida de sus intenciones). Los idiomas amplían la mente. El lenguaje alimenta en gran parte la forma de pensar.
Me centro en los sinónimos para terminar de pasar el mencionado puente hacia el tema principal:
Cuando era niña, jamás se me habría ocurrido asignarle al término “inocente” un sinónimo como “salvaje”; o a “bruto”, el de “transparente”.
No es de extrañar, puesto que desde ciertas películas de sobremesa y cuentos nos llenaban la cabeza con las maldades de los indios que te pelaban el cráneo en el salvaje oeste, o la crueldad del lobo feroz (que, simplemente, obedecía a su inocente instinto de alimentarse, aunque fuera con una abuelita y después con su tierna nieta de caperuza roja, más lo que llevara en la cesta.
Sin embargo, hoy por hoy, intuyo con optimismo un inminente final al absurdo rodeo que tomamos hace algo más de dos siglos con la revolución industrial, para alejarnos de cualquier parecido con un salvaje, a costa de ejercer el máximo desdén posible hacia la Naturaleza. Parece que una parte cada vez mayor de nuestra sociedad superficial, sofisticada hasta la parafernalia más absurda, se va descolgando poco a poco todos los abalorios innecesarios para recuperar esa ancestral sabiduría a la hora de gestionar las relaciones que requieren una alta dosis de inteligencia emocional: para criar, para educar, para cuidar, para respetar… Tanto a humanos como a animales.
Respecto a estos últimos (los animales), deduzco, a juzgar por el giro que una nueva corriente ha provocado en nuestra relación con ellos, que el antropocentrismo que comenzó con una sentencia en los primeros textos religiosos (la misma sentencia aplicada contra la mujer) está llegando a su fin.
Confío en que algún día se extinga el tipo de humano que necesita sentirse superior al sexo opuesto, a otras razas y al resto de especies, y que para ello es capaz de inventar y sustentarse en imposiciones divinas. Dicho tipo es el que comenzó a montarse “el chiringuito” arrojando las primeras cadenas de su impuesta supremacía sobre los animales y las mujeres. A esta barbaridad se sumó la monstruosidad de la esclavitud, de la que no se libraron ni los niños que, hasta hace poco, han padecido una relación con los adultos basada en el autoritarismo.
Poco a poco (aunque estaría bien acelerar un poco) vamos desarrollando las conexiones emocionales, conjugando inteligencia e instinto para crear vínculos más respetuosos en pro de una felicidad para la gran mayoría, y no sólo para los que sacan provecho de un injusto abuso de poder respaldado por religión, lenguaje, convencionalismos y tradición…
Hoy por hoy tenemos maestros que generan curiosidad intelectual en sus alumnos y agrado por el colegio; logramos llevar al razonamiento a nuestros hijos y ser reconocidos por ellos como autoridad a la vez que amados, gracias al aprendizaje de lo que es el verdadero liderazgo. Bajo las mismas premisas positivas adiestramos a nuestras mascotas sin violencia y logramos una ley que pone en vereda a quien la ejerza.
La espiral sigue girando. Y llegará el día en que abandonemos el artificioso absurdo que nos alejó de la naturaleza apagando nuestro instinto; volveremos a la verdadera inocencia y reconectaremos con todos esos seres a los que habíamos considerado inferiores: los animales.
Y en este sentido, lo mismo hasta volvemos a ser salvajes de corazón puro, inocentes como aquellos exterminados celtas, indios…, capaces de ganarse la voluntad de cualquier ser sin recurrir a latigazos, correazos ni técnicas de adiestramiento humillantes.
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Patricia Vallecillo – escritora y presidenta de la Asociación de Escritores Cien Miradas.
Autora de la trilogía Las abejas de Malia y del cuento Letras para una bruja.
Facebook: Las Abejas de Malia libro
Instagram: escritorapatriciavallecillo
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