Nueva columna de sábado sobre los extremos de la sociedad . El taller de las ideas de Alcorcón: todo o nada
Este va a ser un artículo de los que hacen pensar, de esos que según empiezas a leerlo te produce un inexplicable malestar. Sabes de algún modo que trata sobre algo que podría no gustarte. Pero necesitaba escribirlo pese a que suelo rehuir el tema por miedo al conflicto, porque estoy cansado de tanta intolerancia, rencor y críticas destructivas.
Quiero dejar claro que el fondo del artículo es extrapolable a toda la sociedad, no solo a la política.
No milito en ningún partido, y aunque me parece indispensable la existencia de la política, no estoy de acuerdo en cómo funciona actualmente ni con un sistema electoral que favorece el bipartidismo. No me siento representado. Este artículo solo pretende exponer mi visión de cómo nos hemos vuelto todos más extremistas. Y me incluyo, porque hace poco que me di cuenta de que no es necesario llevar la razón, pero también de que muchos imponen sus ideas en lugar de debatirlas de forma sosegada, llegando a la descalificación cuando se quedan sin argumentos y usando apelativos tan serios como facha, machista u homófobo. Eso es lo que debe escuchar quien no compra el pack completo de un discurso o ideología. Así que ya no sabemos ni cómo hablar para no ofender a nadie e inventamos palabras que abofetean y complican nuestra lengua.
Dicho esto, paso a exponer el tema de hoy: todo o nada.
Llevamos años en los que ha aumentado la polarización de la población, incluso entre grupos específicos han surgido subgrupos. Algo ha pasado y andamos mal, cuando no se puede debatir civilizadamente ni en familia, ni en la calle ni en el congreso. Nos hemos acomodado en nuestras posiciones de ideas preconcebidas y no admitimos la posibilidad de que, en parte, podamos estar equivocados, cuando por lógica es imposible que solamente haya una verdad, un único proyecto adecuado o una sola forma de hacer las cosas. Por suerte en nuestro país aún tenemos alternativas y la posibilidad de elegir.
No me cabe duda de que, al menos la mayoría de nuestros dirigentes, en origen tenían el mismo objetivo, que es hacer de nuestro país, comunidad o municipio un lugar mejor. Pero los egos, la ambición, el rencor, la envidia y el ansia de poder, van emponzoñando tan noble objetivo, hasta diluirlo en un mar de falsedad y mediocridad donde no triunfan la cualificación ni las buenas ideas, sino el populismo y el afán de mantener el puesto a cualquier precio.
Dicen que los políticos son el reflejo de la sociedad, pero no estoy de acuerdo en que tengan que serlo. Deberían destacar en inteligencia social y no ser enemigos entre ellos, sino trabajar en equipo porque para eso les pagamos. Si no reman a la vez no podremos navegar.
Igual que un albañil necesita ser fuerte, un taxista tener buena memoria para aprenderse las calles, un programador ser capaz de estar muchas horas concentrado pegado al ordenador o un camionero en la carretera, nuestros dirigentes deberían pasar algún tipo de prueba para serlo y reconocimientos psicológicos periódicos según su nivel de responsabilidad para avalar su capacidad de manejar el timón de nuestras vidas. Si fracasa la política fracasamos todos y deben estar cualificados para que esto no suceda, porque sobrevendrían el caos y la violencia. No olvidemos que son servidores públicos, no una clase, no una casta, no unos privilegiados. Les hemos «elegido» para que se encarguen de mantener y mejorar la maquinaria que nos permite vivir y convivir, porque nosotros ya cumplimos con nuestras propias funciones en la sociedad y delegamos en ellos esa tarea. No pueden permitirse el lujo de «perder los papeles» como niños pequeños o borrachos en un bar, deben ser capaces de gestionar sus emociones y empatizar con los demás, de tal modo que puedan reconocer y solucionar problemas y conflictos. Además, deberían saber hacer su trabajo sin necesidad de tantos asesores, si no, no tiene razón de ser que ocupen un puesto del que desconocen su realidad. Igual que a un profesor no le ponen a pintar, un dirigente que ha estudiado filosofía, quizá no es el más adecuado para un puesto relacionado con la economía, sino alguien que haya tenido o tenga una empresa, por ejemplo. Un médico debería ser quien se encargue de asuntos sanitarios, un artista de temas culturales, etc.
He empezado a hablar sobre los dirigentes, pero la falta de apertura mental también está presente entre el común de las personas, incluso gente que fue marginada o maltratada ahora son los que se automarginan, marginan y maltratan en un bucle de rencor e intolerancia sin fin.
Se compran discursos enteros sin discernir lo bueno de lo menos bueno o de lo malo. «Todo o nada». Nadie tiene razón en todo ni se equivoca en todo.
Pondré un ejemplo:
Cuando vas a comprar una casa de segunda mano primero valoras a lo que puedes aspirar y a razón de tus recursos y necesidades, te decides por una u otra. Bien, para empezar, no podemos optar a la vivienda que nos dé la gana.
Una vez elegida analizamos los cambios necesarios —como sustituir la instalación eléctrica por estar en mal estado— y los superfluos que podemos permitirnos realizar, ya sea pintar en colores, instalar tarima flotante o poner aire acondicionado. De acuerdo, hemos entendido que no podemos cambiar todo lo que nos apetece.
Por último, hay algo que permanecerá y es la estructura que sustenta la vivienda.
Pues bien, nuestro país, comunidad o municipio son como esa casa. Se decidió tener una democracia y hay una estructura básica con la que hay que tener muchísimo cuidado si se quiere tocar, que es la Constitución.
El problema viene con los cambios en las leyes, es ahí donde se difuminan o ignoran los que realmente son necesarios de los que no, porque no todo lo que hay funciona mal ni todo lo que hay funciona bien, independientemente del partido que lo haya hecho.
Considero que podrían darse tres pasos para solucionar este problema:
El primer paso que deberían dar los dirigentes es comportarse con responsabilidad; eso significa no «montar numeritos» y reconocer que la oposición no está solo para llevar la contraria y crear controversia, sino para hacer de contrapeso y enriquecer el actual gobierno con otros puntos de vista; y ese es el segundo paso, valorar y reconocer el trabajo bien hecho venga de donde venga. No se puede vivir bien en una casa que siempre está en obras.
El tercer paso consiste en hacer pactos duraderos que aseguren nuestras necesidades básicas al margen de quién esté gobernando en el momento, como pueden ser la educación, la seguridad y la sanidad entre otros. Así no habría comportamientos cortoplacistas porque todos serían responsables.
¿Es una utopía? ¿Por qué? ¿Quién iba a imaginar hace varias décadas que hoy viviríamos así? Si algo ha demostrado el ser humano es su capacidad para adaptarse y adaptar el entorno a sí mismo, casi siempre superándonos. Así que no es una utopía, sino cuestión de voluntades. Y cada uno de nosotros puede empezar a dar ejemplo escuchando a los demás, argumentando y tolerando otras ideas y opiniones sin violencia, con respeto, aunque nos cueste.
¿Qué me importa a mí?
La honestidad de quien nos dirige, sin paternalismos sobreprotectores; soy mayorcito para que me engañen con «mentiras piadosas» o simplemente compren mi voto con promesas vacías. Me importa tener un techo que no me esclavice de por vida. Un trabajo que me permita vivir, no solo sobrevivir. La tranquilidad de que nadie hará daño a los míos porque estamos protegidos por las FCS. Y un futuro para nuestros hijos mejor aún que el presente.
Jose Luis Blanco Corral es autor de la novela corta Cuando no quedan lágrimas, disponible en Amazon y Vidas Anodinas, publicada por la editorial Suseya.
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