Nueva columna semanal sobre lo inesperadamente desconocido de una historia. Desde mi Colmena en Alcorcón: Vidas Anodinas
Con permiso de mi compañero José Luis Blanco (autor de El Taller de las Ideas que se publica los sábados en Alcorconhoy), me copio el título de su segundo libro para aplicarlo a esta columna.
Porque lo que voy a narrar hoy bien podría haber ocupado uno de los pisos que constituyen el “edificio literario” creado por él para despertar al vecino cotilla que todos llevamos dentro poniéndonos los pelos de punta. La única diferencia: lo que sigue es un caso real.
Poco podía yo imaginar, al recoger de un colegio a dos hermanas cuyo padre acababa de fallecer, la razón por la que, lejos de manifestar duelo alguno, resplandecían de felicidad.
Me preocupaba mucho y lo comentaba con su madre. Ambas barajábamos la posibilidad de que el dolor de las pequeñas fuera tan extremo que ambas hubieran adoptado la máscara de la depresión oculta o sonriente, pues su vínculo parecía ser especialmente estrecho con su padre, al ser éste quien siempre acudía a recogerlas, llevándoles chucherías y algún capricho de los chinos.
Su madre probó todo lo que estaba en su mano para acceder a ese dolor sepultado bajo una gruesa capa de gestos alegres. Yo percibía liberación en sus miradas. “No puede ser”, pensaba yo, asombrada del poder que tenemos para construirnos la careta de payaso.
Las niñas esquivaban y eludían todo propósito de indagación, mirándose entre ellas con una complicidad asombrosamente hermética hacia el resto del mundo. Afortunadamente, una psicóloga del servicio público se puso manos a la obra con ella.
Hago un inciso para detallar brevemente las circunstancias del padre: era un hombre que padecía del corazón y tenía que atiborrarse de pastillas contra la hipertensión. A pesar de ello, mantenía ciertos hábitos insanos que lógicamente desencadenaron el infarto que acabó con su vida.
Debido a la precariedad económica que padecía esta familia, el Ayuntamiento o el Seguro (no lo tengo claro: las explicaciones de la mujer no eran precisamente esclarecedoras), una de las dos entidades asumió su cremación, pero ninguna se hizo cargo del entierro. Así que este señor volvió a su casa en el consabido tarro que te dan con a saber qué aparte de tu difunto.
Las niñas pasaron un año con la psicóloga, transcurrido el cual salió a la luz una verdad espeluznante: mientras la madre trabajaba hasta tarde, el padre había estado abusando sexualmente de la mayor y ya ponía los ojos en la pequeña.
Yo las creí. Yo os creo. Yo sí te creo. Precisamente porque este hombre era todo lo cordial y encantador que dicen del traje que se enfundan estos elementos, así como los maridos maltratadores, y todo tipo de narcisista en general… Su patrón de conducta se ajustaba perfectamente a todas las costuras con que se hacen ese traje de tío mega-easygoing del que oyes hablar delicias cuando preguntan a sus vecinos en la tele, después de haberse echado las manos a la cabeza tras revelarles al monstruo que se ocultaba en el interior de “este señor que se le veía tan majo, te saludaba todos los días, te subía la bolsa de la compra y te prestaba un paquete de arroz encantado”.
No sé cuántos prodigiosos sacacorchos mentales tuvo que emplear la doctora para arrancar del interior de las cabecitas de las niñas tan arraigado gusano… Sólo puedo seguir admirando a los profesionales como ella, dar gracias por su existencia y desear que algún día su acceso esté garantizado a todos los mortales.
Yo me enteré de todo esto cuando, transcurrido ese año y pasado un tiempo sin haber vuelto a verlas, me encontré con la madre, le pregunté por las niñas y de paso traté de indagar si halló solución al asunto de la urna:
—Bueno, y… ¿ya tienes dónde enterrar a tu marido o sigue en casa?
—¡Ah…! Ya se fue… —respondió sonriendo con cierta malicia.
—Qué bien —respondí, desconcertada: “¿irse? ¿a dónde? ¿al bar, donde pasaba demasiado tiempo?”—¿Y dónde está? —Quise indagar.
—Yo qué sé.
—Pero cómo no lo vas a saber. —Yo estaba a cuadros.
—Tú dirás… Se fue a la basura.
Al estupor reflejado en mi rostro se sumó el derivado de conocer la historia que les acabo de contar.
Lo que no sé es a qué contenedor fue: si al órganico, o al cajón desastre (a donde va todo lo que no sabemos dónde va)…
Si existiera uno al infierno, por allí habría caído, seguro.
Y esto es todo por mi parte.
Si desean seguir disfrutando de otras historias escabrosas les dejo en buenas manos con el libro de mi compañero. Aunque he de advertirles que ya no verán con los mismos ojos a las personas que suelen tener cerca.
A mi me quedó claro que nunca sabemos lo que tenemos al lado.
Patricia Vallecillo – escritora y presidenta de la Asociación de Escritoras 100 Miradas.
Autora de la trilogía Las abejas de Malia y del cuento Letras para una bruja.
Facebook: Las Abejas de Malia libro.
Instagram: escritorapatriciavallecillo.
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