Desde mi Colmena en Alcorcón: Soy una gárgola

Desde mi Colmena en Alcorcón: Soy una gárgola

Nueva columna semanal que nos traslada a la consulta del dentista. Desde mi Colmena en Alcorcón: Soy una gárgola

Quienes disfrutamos de la película «Al revés», recordaremos la «Productora de Sueños»: cerebro subconsciente que nos ayuda a digerir nuestras peripecias cotidianas. Este estómago onírico debe añadir a cada novedad las experiencias traumáticas que, como un alimento mal digerido, se repiten dando lugar a pesadillas recurrentes.

Entre las mías hay un dentista enorme empuñando unas tenazas oxidadas y manchadas de sangre. Me persigue alrededor de su potro de tortura, en una tétrica sala de sucios azulejos verduzcos que forma parte de un edificio oscuro, vetusto y, sobre todo, siniestro.

El trauma que dio lugar a este horror fue mi primera extracción de muela del juicio (primera y última), hace casi treinta años, en un viejo edificio de la Cruz Roja, en Cuatro Caminos. Tengo grabado en la retina el mosaico de los desgastados ladrillos exteriores viéndome escapar como de la mansión maldita en una película de miedo; su recuerdo vive consignado en lo más profundo de mi instinto de supervivencia, ése que dice: “Si vuelves a ver este lugar corre en dirección opuesta, corre y corre hasta que te hablen en portugués.”

Tras esto, ya podéis imaginar el tiempo que he pasado sufriendo hasta el delirium ¡tremendísimus!, a causa de una caries asesina y el esfuerzo moral que me ha supuesto volver a ponerme en manos de un dentista (añadamos efectos de truenos y chillidos).

Después de años (sí, años, soy muy bruta) soportando un dolor creciente, noches sin dormir, días de comer con aprensión y, finalmente, la aparición de fiebre, enfilé la calle Venus para arrojarme con toda mi desesperación al interior de la consulta de Alcordental.

He de confesar que ya había tenido una excelente experiencia allí, pero fue muy light. Lo positiva que resultó me alentó a volver con una labor mucho más peliaguda y terrorífica. Porque esto pintaba mal, muy mal.

Nada más entrar ya me alivió ver caras conocidas, principalmente la de Pedro, de quien conservaba un recuerdo más que loable, imprescindible para volver. Aún así mi cuerpo temblaba como una lavadora centrifugando un puñado de pelotas de tenis en su interior; mi pulso y mi respiración eran imposibles de contener; mis dedos parecían espárragos recién sacados del frigorífico y apuesto a que la dosis de anestesia que le pedí habría tumbado a un caballo, a un elefante, a un T-Rex… A mí no.

Nada habría podido conmigo.

Yo seguía con ojos desorbitados los de Pedro mientras tanteaba aquí y allá las quinientas hectáreas que te ocupa la boca en esa situación; después se desviaban a la luz, a un plafon, a otro, a la mirada piadosa pero confiada de su ayudante y vuelta a empezar con el circuito visual; como un animal perseguido, acorralado y a punto de morir mientras tu racional neocórtex te repite que estás en buenas manos, que dejes ya de sufrir tontamente y te relajes de una vez.

Haces temblar el sillón con todos sus utensilios mientras tratas de aferrarte a la serenidad que te transmite una persona de quien sientes que además de trabajar eficazmente se toma muy en serio tu bienestar y no sólo no va a causarte ningún sufrimiento, sino que se empeñará a fondo en cesar el que traías en el menor tiempo posible.

Una vez aclarado este no es él soy yo, continúo con mi “epopeya en el dentista”

―Esto va a doler un poco ―me advierte Pedro antes de inyectar la anestesia, con esa aguja casi invisible, tal vez comparable al aguijón de un mosquito. Por si acaso, recurro al truco de apretarme el padrastro del hemisferio contrario al que va a recibir el aviso de dolor (movidas neuronales… sí. Hasta ahora me han funcionado). No siento el pinchazo, solo el dedo que casi me cerceno con la uña del pulgar.

Si es preciso pinchar varias veces, como fue el caso, es probable que llegues a casa con los dedos como si hubieras extraído un gato callejero del motor de tu coche. Eso sí: libre de dolor bucal.

―¿Qué tal el dentista?

―Bien. ¿Dónde tenemos las tiritas?

Con la precisión de un acupuntor, aplica la anestesia en los lugares exactos para aislar toda la zona afectada. Por fin, la paz. El profesional entra en acción. Comienza el espectáculo. La ausencia total de dolor ayuda a disfrutar del insólito talento de este dentista meticuloso y sobre todo muy, muy exigente consigo mismo. Sus manos vuelan ágiles, laboriosas y raudas como abejas.

Por mi parte…, yo no tengo arreglo; todo toma dimensiones gigantescas: el aspirababas me ahoga, mis babas me ahogan a pesar del aspirababas porque, en realidad, naufrago en mi propia angustia. La mandíbula me tiembla y me invade el pánico de que algún primitivo reflejo me traicione con el impulso de soltar un mordisco.

Una hora, me había advertido. No esperaba menos tiempo, porque… menuda me he liado, por cobarde y rezongona. Las consecuencias de mi escaqueo podrían haber sido peores.

Para mi asombro, Pedro suma a su precisión milimétrica una rapidez pasmante.

Mide, calcula, compara, toma y suelta un chisme tras otro sin desidia alguna. En su programa vital no se incluyó ese: “Bah, con esto tiramos p´alante…” tan nuestro. No, él no es así y por eso estaba yo allí.

No; no le sirve cualquier cosa. Si no es perfecto no vale. Pero esto no dilata el proceso. Su rapidez parece sobrehumana. Trabaja consciente de mi histeria inicial, mi miedo animal y la incomodidad de estar con la boca abierta tanto tiempo. Sus dedos armados de cachivaches operan entre mis dientes con pasmosa exactitud.

“Soy una gárgola, soy una gárgola…” Y yo qué sé por qué me repito y me sugestiono con este mantra y no uno más sencillo, tipo: “no cierres la boca”. Cada uno se conoce bien. Yo tengo que creerme un personaje para adquirir sus cualidades (qué “maja” mi musa al elegir ése para la ocasión), porque en ciertas situaciones yo sola, tal cual soy, colapso.

No ando desencaminada con la gárgola: al final me quedo de piedra, tras una exhibición de eficiencia en estado puro.

No creo que la pesadilla vuelva.

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una brujapueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

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