Desde mi Colmena en Alcorcón: Propiedades de la luz

Desde mi Colmena en Alcorcón: Propiedades de la luz

Nueva columna semanal sobre la libertad y el amor de los colores. Desde mi Colmena en Alcorcón: Propiedades de la luz

Hace aproximadamente un mes, me asaltó una reflexión sobre los colores. Ocurrió mientras ayudaba a mi hija a preparar un examen de Science (ay, el bilingüismo…, qué palabrejas ha insertado en nuestro vocabulario cotidiano).
Durante el estudio de las propiedades de la luz, una idea brotó tímidamente en este enjambre inquieto que tengo por cabeza. Su pequeño germen maduró mientras nos tomábamos un receso del estudio, mezclando témperas para ilustrar un cuento.

Según el apartado que hoy pone título a esta columna, todos los animales, incluido éste que escribe ―proclamado como racional por los sesudos ilustrados en «Science»―, tenemos un espectro muy limitado de colores en nuestra traducción de la luz. Es decir: mientras que, al parecer, mi perro solo percibe una gama de verdes comprendida entre el amarillo y el azul, los humanos gozamos de una gama cromática mucho más amplia, pero… no todo lo amplia que llegaría a ser en realidad, ya que la luz blanca se compone de una variedad de colores muchísimo más extensa de lo que podemos apreciar (ya sabemos que, para llegar a estas conclusiones, los científicos cuentan con numerosos cachivaches milagrosos capaces de fotografiar hasta lo más intangible).

Dicha idea sobre cómo la luz ―que nuestros engañosos sentidos nos muestran como única y blanca―, requiere para su existencia un pigmentado abanico, superior incluso al que somos capaces de percibir, enraizó en mi cabeza como una trepadora en busca de una analogía con sentido. Mientras el pequeño brote se abría paso en esa desazón de curiosidad que abona el terreno, me puse a ilustrar mi cuento, acompañada por la pequeña estudiante de Science, que así se concedía un descansito, porque menudo examen de Herodes…

La luz y sus infinitos colores… Una vez más, la Naturaleza me estaba transmitiendo una valiosa lección. Sólo tenía que esperar que mi WiFi cognitivo terminara de plasmarla en mi pantalla mental.

Mientras trazaba paisajes, fondos, rasgos… soltando brochazos alegremente y jugando a mezclar colores hasta obtener infinitud de tonos candidatos a tal fondo, piel, prenda, humo maligno, etc… en mi cabeza continuaba zumbando la colmena y su incansable proceso.

En algún momento dicho proceso escupió varias preguntas: «¿Cuántos colores ―metafóricamente hablando― nos perdemos en la vida, en general? ¿Tiene que ver con el dicho cada persona es un mundo, cada pareja un universo? ¿Cuántas formas de amar componen la cromática gama que produce ―o es producida por― la misma luz?»

Y ahí, a la vez que hacía girar mi pincel sobre una hermosa espiral de coloridos pringues, el tema de «Science» centrifugaba en ese limbo digestivo del pensamiento en el que uno no puede intervenir hasta que la conclusión abandona su forma abstracta. Hasta dicho momento, una definición de la asignatura repasada se repetía en mi cabeza: La luz blanca se refracta en una combinación de colores. Para comprobarlo, necesitamos un prisma. Por fin, el objeto mostrado en el libro me iluminó con la conclusión esperada, que me he reservado precisamente para esta semana:

Existe un prisma ideal para ampliar nuestra percepción de los múltiples colores que conforman la luz más bella, saludable y enriquecedora que conocemos: el amor. Es un prisma cristalino como la lógica pura; de proporciones simétricas que han de calcularse desde la inteligencia emocional. Sus aristas deben estar finamente pulidas por el respeto; sus paredes por la sensibilidad natural, libre de los parásitos dogmáticos: los prejuicios, esos subproductos derivados de la ignorancia; la que suele conducir al miedo a nuevos esquemas, distintos de los taladrados por la rigidez moral pasada (esperemos que se quede en el pasado y no vuelva).

La perfección del conjunto podría desembocar al fin en la idea perfecta de Justicia que buscaba Platón, porque la suma de las cualidades éticas que componen el prisma descrito, algún día conseguirán dar forma a una justicia óptima. Ya sabemos que se resiste en llegar pero, no sin un gran esfuerzo por parte de los colectivos más vilipendiados y quienes los apoyamos, va logrando pequeños hitos que se unen en su evolución para formar una fuerza mayor, en pro del amor y el derecho a que éste nos haga todo lo felices que merecemos, tenga el color que tenga.

Esperemos que a esta magnífica lluvia refractora del hermoso arco iris que abandera esta semana, se unan cada vez más gotitas de lógica, inteligencia emocional, respeto, sensibilidad, empatía, libertad…, que nos doten de mayor visión cromática; que nadie se quede sin admirar la esclarecedora refracción que nos lleva a entender que la luz más blanca ―el amor― no existe sin todos sus colores.

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Su último libro, ‘Las abejas de Malia: el maestro griego‘ se puede adquirir pulsando aquí. Además, también se puede encontrar en tiendas como la Carlin de la calle Timanfaya, 40, que tiene un grandísimo servicio y amable, como el resto del municipio.

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