Desde mi Colmena en Alcorcón: La peor idea que se puede tener un 31 de octubre

Nueva columna semanal que torna en escalofriante crónica… sólo apta para valientes.

Atencion, este tren no realiza parada en la estación de Lago

Al principio no le dí importancia al anuncio. Si acaso me pregunté vagamente por qué mi tren podría pasar de largo dicha estación, pero la pregunta fue tan peregrina como la extrañeza de un hecho sólo habitual en las estaciones neoyorquinas de las películas.

Unas carcajadas adolescentes atrajeron mi atención. Tres muchachos de unos dieciséis años competían entre payasadas, a cual más ocurrente, mientras los demás observábamos su fanfarrona exhibición.

Atrapada por jocosos recuerdos juveniles de risas y gamberradas asociadas a la vuelta en Metro a casa, seguí riendo silenciosamente, absorta en aquella pícara frescura, aquel aire de superioridad nacido de la insolencia concomitante a la ilusoria inmortalidad propia de la primera porción de nuestras vidas.

No fue hasta pasar lentamente por la estación de Lago, que el fuerte impacto producido por dos manos contra mi ventana me sobresaltó. Me giré pero sólo pude ver, entre la tenue luz anaranjada que traspasaba la niebla, varias siluetas deformes errando por el andén, gritando y golpeando con sus puños y cabezas las puertas del tren, que surcó prudentemente la vía sin llegar a detenerse. El mortecino brillo de las viejas farolas entraba intermitentemente en el vagón, encendiendo y apagando ante mí macabros rasgos en los rostros que me rodeaban.

Un grito horrísono estremeció la atmósfera, quebrándola como un fortuito hachazo. Sentí cómo una venenosa inyección de adrenalina se precipitaba espinazo abajo por mi espalda hasta el vientre, helando mis mejillas, picoteando mis manos y clavando mis pies al suelo bajo las acorchadas piernas. Quedé congelada en la incredulidad que se eterniza cuando acompaña al terror y sólo te deja sentir el corazón encabritado tratando de escapar del pecho.

Apenas abandonamos la estación, las luces del tren comenzaron a parpadear, y las estampas que momentos atrás aportaban a mi vagón el jolgorio propio de un viernes ―o, como en este caso, una víspera de festivo― tornaron en tétricas poses, desde los adolescentes enmudecidos apiñados contra la pared del fondo hasta el niño que dejó de correr de una barra a otra y se quedó agarrado a la pierna de su madre.

Sin aviso previo, el tren tampoco se detuvo en la estación de Batán, ni en la de Casa de Campo, dejándose oír a ambos costados chirridos similares a los arañazos que dejarían miles de uñas tratando de detenerlo… o de encontrar asidero para abordarlo.

Tras abandonar la última estación, perdidos de nuevo en el inmenso bosque nocturno, las luces se apagaron definitivamente, dando lugar a un coro de gritos cargados de angustia, aspirados unos, ahogados otros.

Mientras la vista se acostumbraba a la oscuridad, en medio de un rotundo silencio pude distinguir el brillo de los ojos del niño. Un débil rayo de luna menguante dibujaba la mitad de su desencajado rostro, que giraba a ambos lados mendigando algún signo de esperanza en la actitud de cualquier adulto. Pero en sus pequeños pulmones sólo se condensaba el creciente terror exhalado por cada viajero que lo rodeaba.

Súbitamente, una oleada de chillidos comenzó a extenderse hacia nosotros desde el último vagón…

En este punto quedó interrumpido el testimonio que dejó escrito en su agenda una de las desafortunadas viajeras, conocida autora de una columna del periódico local, y cuyo paradero aún se desconoce.

De igual forma, se ignora por qué el tren no se detuvo hasta llegar a la estación de Joaquin Vilumbrales, en Alcorcón. Pero varios testigos cuentan que sólo unos pocos de todos los viajeros que transportaba pudieron escapar por el andén buscando desesperadamente la salida; algunos manchados de sangre, todos enloquecidos, emergieron por ambas salidas del Metro entre gritos de espanto y se precipitaron por la avenida que los conduciría hacia el castillo de San José de Valderas, para refugiarse en él.

Fue la peor idea que pudieron tener… si pretendían ponerse a salvo.

Les mantendremos informados del final…

Aunque tal vez prefieran vivirlo ustedes mismos… en el castillo, el próximo martes.

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una brujapueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o las imágenes propias de este artículo.

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