Nueva columna semanal que nos invita a avanzar frenando, a crecer decreciendo, a la sensata satisfacción para ser felices. Pero, sobre todo, a sobrevivir.
Hay un anuncio repulsivo en la televisión. En realidad, hay montones de ellos.
Pero uno en particular consigue sacar de paseo mis ángeles ―o demonios― más apocalípticos, porque el protagonista de dicho spot reúne todas las cualidades para encarnar, de una pieza, el problema que nos aqueja con una gravedad cada vez mayor, en proporción a nuestro grado de irresponsabilidad y hedonismo.
Este personaje va disfrazado de neo-hippie alternativo, de lo políticamente correcto, lo socialmente easy-going, cool… “Guay del Paraguay”, que decíamos los boomers.
Lo vemos deslizándose con vertiginosa rapidez por la Tierra sobre no recuerdo qué plataforma (un artilugio tipo patinete o monociclo eléctrico, de esos que te arrollan al doblar una esquina o te abordan mientras conduces, obligándote a meter un volantazo porque al final tú velas por su integridad más que ellos mismos).
Con delirante euforia, el chaval ―que nos representa a todos, no vayamos a creer los adultos que en este bendito domingo nos vamos a librar del sermón― se mueve a una velocidad frenética. Cambia una y otra vez de destino con el compulsivo capricho que se ha apoderado de la civilización occidental en esta fiebre de voracidad suicida.
Como esos cruceros que te ofrecen turismo a cámara rápida con el tiempo justo para sacarte fotos y colgarlas en redes, este peatón rodado que se cruza el mundo en cuatro parpadeos derriba muros, atropella personas, se mete donde se le antoja. Toma de aquí, se sirve de allá…, arrojando detrás el residuo resultante (vasos, tazas…) sin ni siquiera girarse para ver dónde ha caído. ¡Chapeau!
Es la perfecta caricatura del homo consumus: la nueva rama involutiva o pseudoevolutiva (no se puede llamar evolución a esto) que pone en riesgo de extinción a aquel homo sapiens que sabía distinguir entre la felicidad ―caracterizada por una satisfacción permanente― y el placer efímero, depredador, insaciable en su naturaleza, siempre pasajera. Antes habrá extinguido todo lo demás, lo cual conllevará finalmente su propia destrucción. Pero él no puede verlo porque no quiere.
La expansión virulenta del hedonismo descrito se ha puesto al servicio de quienes, en pro de un beneficio económico inmoralmente desorbitado, además de eludir el refrán: pan para hoy y hambre para mañana, han extendido la misma negación por las mentes de sus consumidos consumidores para que se limiten a seguir el juego a quienes se enriquecen sentenciando a muerte al planeta entero.
Yo creo que la estrategia magistral seguida ha rezado este mantra:
“Hazles adictos al consumo bajando precios. Ahora sube precios y que no les quede más remedio que trabajar a cualquier precio porque ya son incapaces de renunciar a todos aquellos placeres y están muy lejos de reaprender lo que era la felicidad de algo tan simple como respirar aire puro (que lo perderemos) o beber agua del grifo (cuya potabilidad lleva el mismo camino).”
Y mientras tanto, el animalito con ruedas sigue corriendo feliz como un perro desatado (lógico, si estará reventado de trabajar, lo cual no, ¡no y no! justifica su inconsciencia), creyéndose rico en la adquisición de miles de porquerías baratas y sintiéndose un rey arrojando plástico y celulosa por doquier, porque para eso ya pagamos quien lo limpie/lo recicle.
Pues no, alteza: no llevamos detrás un séquito de limpieza 24 horas y por eso tenemos papeleras para todos y hasta un cerebro para cada uno.
Por cierto, tampoco estás surcando mil países. Como mucho, irás al centro comercial, de Z a H y de S a P creyéndote millonario/a porque vuelves cargado de bolsas de plástico que contienen bazofia elaborada de mala manera por personas sin derechos laborales esclavizadas en fábricas españolas que no tributan en España.
Por cierto, ya sabes que esa ropa se deformará al cuarto lavado ¿no? (han logrado extender la obsolescencia programada de los electrodomésticos a todos los sectores ¡claro, es que si no, no consumes, no les llenas los bolsillos, chaval!).
Pero no te importa, porque te crees que tu salario es la pera limonera y que continuamente podrás estar comprándote gangas, sin importarte el daño medioambiental ocasionado por la industria textil y toda su logística, ni el crecimiento de las extensiones de vertederos, que ya superan a zonas verdes del planeta. Hay un campo abonado detrás de esa actitud: los contenidos que os tragáis por el móvil sin percataros, durante horas que pasan como minutos.
Este pensamiento de renovar las cosas tan resueltamente me lleva a una duda: ¿Por qué en los colegios no se está enseñando al alumnado a coserse las prendas rotas, los botones, a realizar manualidades que después les ayuden a hacer reparaciones que eviten compras innecesarias?
En fin, que entre todos la mataron, ella sola se murió, y el necio rodante la pasó por encima antes de caer al precipicio. Chim pún.
Una sugerencia para la próxima vez que os quejéis del calor y los políticos (sí, son despeñables como el idiota rodante):
¿Qué tal si nos planteamos nuestra parte de responsabilidad en este problema? La ley de la demanda todavía tiene la última palabra. No os propongo cartilla de racionamiento ni iniciar una vida de asceta; sólo cuestionaros la necesidad que realmente tengáis de ciertos artículos, y que elijáis bien dónde comprarlos (tenemos un comercio de barrio maravilloso en Alcorcón).
Toca retroceder, toca decrecer. Este nuevo término ha sido acuñado por los expertos (activistas biólogos, geólogos, filósofos y, por supuesto, sabios agricultores) en el propósito de frenar el descalabro que se nos está viniendo encima y reparar en lo posible tanta pérdida, confiando en la asombrosa capacidad regenerativa que la naturaleza nos ha demostrado cuando se le da un respiro (aunque tampoco esperemos milagros, como la recuperación de ciertas especies vegetales y animales que, como todos, jugaban un papel esencial en el ecosistema).
Ahora nos toca eso o renunciar a nuestras posibilidades de sobrevivir. Y, por supuesto, descartar un futuro sano para nuestros hijos.
Bajémonos de las ruedas y caminemos con mayor conciencia.
Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una bruja, pueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.
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