Desde mi Colmena en Alcorcón: Especialmente único

Desde mi Colmena en Alcorcón: Especialmente único

Nueva columna semanal que evoca el verano donde confluyen la frontera de la infancia y la de la juventud en un choque lleno de contradicciones, dudas y temores; pero sobre todo magia.

Mucha magia.

El verano en que se despiden los once años es único.

En realidad, todos los veranos de tu infancia lo son. Pero tal como recuerdo aquél, fue especialmente único porque en algún momento una bandada de mariposas rompió su crisálida infantil y todo estalló en un revuelo de mil colores que dio comienzo a una gran revolución.

En mi último verano como onceañera, el mundo parecía tendido a mis pies y los de mis amigas. De pronto, las películas reflejaban nuestros anhelos, la música era compuesta a la medida de los sueños que compartíamos con alborozo y la ropa nos quedaba de miedo en unos cuerpos sorprendentemente cambiados.

Nos escandalizábamos indagando misterios prohibidos en una revista para chicas adolescentes, señalando aquí y allá con una mano mientras con la otra nos aferrábamos a una bolsa de golosinas,  colorida bandera por excelencia de nuestra infancia, que mantenía la continuidad de lo pueril como un salvavidas contra un precipicio inesperado. Contradictoriamente, a la vez que nos asustaba su fin, hacíamos peligrar dicha infancia en el afán de independencia dictado por las primeras corrientes hormonales.

Los “petazetas” chisporroteaban en nuestra lengua provocando unas cosquillas terriblemente deliciosas. Su estallido se elevaba mezclándose con los fuegos artificiales que nacían de una imaginación aún más feraz que la de años más tiernos. Observábamos escondidas a ese chico cinco años mayor, del que se había enamorado la que más precozmente empezaba a sufrir las primeras pulsiones románticas. Ella babeaba, las demás tratábamos de entenderla y finalmente aprovechábamos para divertirnos siguiéndole el juego y haciéndola reír ―o rabiar― con nuestras mejores payasadas; siempre acompañándola en sus sueños.

Temíamos lo que deseábamos y deseábamos lo que temíamos, lo cual no significa, ni de lejos, que estuviéramos preparadas para afrontarlo. Simplemente, desconcertantes pensamientos y sensaciones comenzaban a esbozarse en nuestra fantasía sin que ello significase que pudiéramos llevarlo al mundo real.

(Desgraciadamente, en algunas culturas y mentalidades bastante podridas no entienden que el cuerpo y la mente propias de esa edad aún poseen una fragilidad que debe ser rotundamente respetada hasta la completa maduración).

Como una bandada de pollitos enloquecidos, surcábamos apresuradamente nuestras calles (¿alguien duda que no fueran nuestras?), piando agitadas a la vez que picoteando compulsivamente las gominolas de la bendita bolsa que nos acompañaba por todo el barrio.

Precavidas y descaradas a la vez, sintiéndonos el centro de atención allá donde fuéramos, avanzábamos empujándonos unas contra otras calle arriba, no sin cierta rivalidad a la vez que por escucharnos mejor y hacernos oír en todo ese cotorreo inofensivo que desembocaba en un estallido de carcajadas y alguna carrerilla precipitada cruzando el semáforo parpadeante. A nuestro paso, sólo las almas libres de complejo podían percibir la estela de magia y estrellas que se desbordaba de un florecimiento tan incontenible para unos cuerpos aún tan pequeños.

Empecé a escribir diariamente a los once años en un cuaderno regalado por una de aquellas amigas, en aquel verano tras cuya última esquina me esperaban los doce. Nos prometimos seguir escribiéndolo y que “si una moría, la otra heredaría su diario” (¡con promesa eterna “por todo lo que más quieras”!. Pero sólo promesa, porque por entonces jurar era pecado).

Por ahí andan todavía el diario y la amiga, esperando que llegue ese día de a ver si un día quedamos.

Cuando lo abro, sus páginas exhalan un soplo mentolado matizado con aroma a chicle de sandía, a chuches de fresa, a cloro de la piscina pública (apenas había privadas), a papel de revistas icónicas y de fotos recortadas de aquéllas; oigo aquellas risas, siento en mis posaderas el tacto de los escalones donde nos íbamos sentando a ratos… Y a las plantas de mis pies vuelve la vibración de los patines, mientras la goma-espuma naranja de los cascos del walkman cubría mis oídos, en aquellos ratos sueltos de necesarios vuelos en solitario por las calles del barrio.

En este momento mi hija se prepara para salir con sus amigas. Mientras sus inminentes doce años la esperan a la vuelta de tres días, pasamos las tardes de su especialmente único verano surcando la recta final al ritmo de preciosas canciones que ella dispone y ordena en mi Spotify, como “August” o “Paper rings”, de Taylor Swift. Las ondas emitidas varían el tono, el grosor y la suavidad de los trazos con que los pinceles traducen a la acuarela sus notas, siguiendo el ritmo de cada canción, mientras devoramos palomitas dulces y las toallas de la piscina se secan en menos de diez minutos.

Me siento inmensamente afortunada de que comparta conmigo su precioso tesoro estival. Araño con avaricia lo que aún queda de aquella pequeñaja que ―contra todos mis principios― vino a teñir mi mundo de rosa, como en la célebre película de moda (que por supuesto nos ha arrastrado a ver), con la que he pasado un momento delicioso.

Felices doce girasoles, mi “Swifty”. Gracias por devolverme las chispas en el paladar y el sabor a nubes, por añadir a mi mundo una nueva banda sonora y tenerme al día de tantas trampas anti-boomers que me harían sentir como una marciana perdida sin ti. T.Q., mi monito.

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una brujapueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

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