Desde mi Colmena en Alcorcón: Entendiendo de qué va esto.

Nueva columna semanal que nos lleva desde un  andén del Metro hasta una valiosa conclusión. Desde mi Colmena en Alcorcón: Entendiendo de qué va esto.

Son las ocho de la mañana del jueves. Todo marcha a la perfección: he desayunado como una leona; el deporte me dopa con una ración de endorfinas imbatibles, y el padre de las criaturas tiene el día libre para ocuparse de ellas, lo cual me permite salir con tiempo de sobra a un asunto de trabajo, llena de energía y buena vibraEl día no podría haber empezado más redondo.

Llegaré antes que nadie, tranquilamente, sin carreras ni sudores, sin ni siquiera despeinarme. Esperaré sentada mientras repaso un pliego (otra vez)…

Y esta tarde pasaré los datos a mi ordenador y me los mandaré al del trabajo. Y luego, la columna. Vuestra columna. Una luminosa, llena de arena, mar, luz… Alegría.

Pues no. No va a ser esa columna.

No, porque lo que me ha sucedido en el andén de trasbordo de Príncipe Pío, al bajarme de nuestra línea 10 para tomar la 6, ha cambiado mi mañana y la columna que ibais a leer.

Bajo del tren y cruzo el anden para tomar el siguiente. Lo veo. Está parado al comienzo del túnel. El otro, en dirección contraria, tampoco se mueve, manteniéndose ambos con el frontal cruzado. No entiendo qué ocurre. Espero, mirando el reloj e intuyendo que demasiado bien iba todo.

Si lo llego a saber no me molesto en correr por la casa como si huyera hasta del perro ni le doy un beso rápido y seco a la pequeña que se ha levantado a tiempo de pillarme en casa. Si lo llego a saber, al menos llego con ese cachito de mi vida latiendo en mi pecho con más presencia, más calor, más alimento. No, no bastaba con un buen desayuno.

Mientras me asomo con cautela (siempre procuro mantenerme alejada de la vía), oigo un sollozo a mi espalda. Una señora llora desconsoladamente. Está sentada y sola en el asiento. La miro y vuelvo a lo mío. Pero entonces mi cabeza vuelve a girarse hacia ella y los pies me llevan a sentarme a su lado. Soy un horror consolando, pero he aprendido del mejor, mi perro: quédate ahí esperando, receptiva a cualquier señal, y que lo noteAlgunos hablamos demasiado o por no saber qué decir al final soltamos lo peor.

Cuando por fin me mira le ofrezco el paquete de cleanex.

―¿Qué ha pasado? ―pregunto, mientras se sirve agradeciendo el pañuelo.

―He visto cómo se ha caído.

―¿Quién?

La mujer mira a la vía. Sin dejar de llorar, responde:

―Una mujer. De unos cuarenta y tantos años. El tren no tuvo tiempo de frenar.

Una mujer de mi edad, no puedo evitar pensar, como tampoco puedo evitar pensar que tal vez no se cayó sin más.

Yo tenía un profesor que decía que existe algo peor que morir: que te maten.

Tal vez fue peor que caer: la empujaron. Si ése fue el caso, entre los autores del empujón podrían estar: un entorno con algún elemento altamente tóxico (familia, pareja, ambiente, precariedad y extorsión laboral, riesgo de desahucio…, a saber); los patrones socio-estéticos que envenenan desde las redes la dignidad humana; la tortura mediática y ninguna atención psicológica accesible para ella como no la hay para casi nadie… Por nombrar algunos ejemplos de la infinidad de monstruos que acechan nuestro indefenso derecho a vivir decentemente.

Un viajero de mi línea vuelve a tomarla para buscar ruta alternativa. Pero yo no puedo seguirle. No; una parte de mi no puede dejar sola a esta mujer y la otra está atrapada bajo ese tren que no frenó a tiempo. Mis piernas están trabadas, mi cuerpo pegado al asiento , congelado con él.

Cuando al fin logro reaccionar, poso mi mano en el hombro de la señora y le ofrezco agua. No soy buena hablando, pero estoy ahí como puedo. Como mi buen Happy, bendición donde las haya. Él, que siendo solo un perro, devolvió la paz a mi hogar y desbancó al neurólogo que trataba un problema nervioso a mi hijo. Así es: al segundo día de llegar a casa, Happy le libró de todos sus tics y miedos (tengo que encontrarle las alas, las tiene por algún lado, estoy segura). Y no han vuelto.

Pasado un rato, la señora ya se encuentra mejor y me cuenta que tenía que ir a cuidar a su madre, que a ver si la llama y tal y cual… Su expresión se ha relajado y la vorágine de sus rutinas se lleva su pensamiento lejos, por fin, de la desgracia acontecida. Vuela… Ya puedo irmepiensoLa dejo hablando con otra persona y me deslizo al interior del vagón de la 10 con un fardo de dudas existenciales a la espalda, los ojos llorosos y un temblor de debilidad mortal en estas piernas que ayer machacaban una bicicleta estática.

¿Vale la pena la vida que llevamos?, ¿estaremos satisfechos cuando nos toque caer? Me voy preguntando.

Qué enorme paz cuando sentí que estas preguntas hallaron respuesta en el momento en que constaté que no pude pasar de largo ante alguien que sufría.

Creo que ya voy entendiendo de qué va esto de VIVIR: llegar sudando y despeinada por una gran causa, allá donde te esperen.

(A la próxima, la de la playa. Prometido).

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una brujapueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

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