Desde mi Colmena en Alcorcón: El ingenio infinito

Desde mi Colmena en Alcorcón: El ingenio infinito

Nueva columna semanal sobre un coche muy especial y la esperanza en el talento humano para remediar cada nuevo problema que surja. Desde mi Colmena en Alcorcón: El ingenio infinito

Mi coche ha muerto; «del tó  siempre», como diría un personaje de José Mota. Mi Skoda ha reventado por obra y maldita la gracia de la edad y los esfuerzos acumulados. Sus líquidos se han mezclado por todos sus conductos; ha hecho aguas por todas partes, como nos pasa a nosotros al final de nuestra historia. Ha aguantado hasta el taller y allí se ha derrumbado de manera irreversible (o más bien irreversible para nosotros, en base al coste que supondría su resurrección).

Tras quince años de excelso servicio avalado por su cuentakilómetros, batallando con el entusiasmo de un celta por las circunvalaciones más diabólicas de Madrid, mi “soldadito” ha caído. En su honroso obituario podría escribir, entre las hazañas que más le honran, las asociadas a unas pocas batidas en duelo contra más de un pretencioso conductor o conductora del tipo que generalmente se decanta por ciertas marcas de supuesto «alto estatus» para creerse el macho/la hembra alfa de la carretera. Ante tales intentos de avasallamiento, mi modesto Skoda llevó al entendimiento rodado la famosa frase: «fuiste a por lana y saliste esquilado». Ay, Fabi…, si es que estábamos hechos el uno para el otro.

No obstante lo anterior, yo prefiero recordar y destacar sus éxitos contra más de un retraso en la salida del trabajo, galopando ágil e intrépido entre los demás automóviles para obrar una y otra vez el milagro de llegar a tiempo a las guarderías y colegios donde mis pequeños nos esperaban; como si, gozando de vida propia, él mismo pusiera más empeño que yo en recoger a los niños que lo llenaban de alegría, llantos, canciones, juguetes de un huevo de plástico, trozos de galletas y algún vómito.

Así que hoy, con permiso de mis queridos lectores, deseo dirigirle unas palabras (seguro que no soy la única chiflada que le habla a su coche):

«Mi fierísimo Skodita… te has portado como un campeón. Pero no hay guerrero que tantos años soporte tan épico trasiego. Afortunadamente, dentro de esta tragedia, hay una noticia maravillosa: dice el señor del taller que se ha enamorado de ti y que, poco a poco, como un hobby para su propio gusto y capricho, te reconstruirá todo lo roto, y que seguirá tapando cada parche que te surja. Que no le importa tardar hasta un año en dejarte como nuevo con todos los mimos de un Gepetto puliendo amorosamente a su niño de madera. Menudo flechazo, Skodi... Como el que me pegaste a mí el primer día que te vi; así, en plan «Christine» (recomiendo esta película basada en el libro de Stephen King). Ya sueño con cruzarme contigo un día y verte circulando feliz, radiante, luciendo tu elegante línea de lord inglés (yo te veía así), tan clásica… Y manejado por las mejores manos que cualquiera podría imaginar para un coche.»

Hasta aquí el panegírico a mi querido compañero de asfalto. Ahora deseo continuar con el tema que me ocupa hoy: su sustituto. Queremos que sea pequeño, que sea barato... pero que aguante lo que le echábamos a su ilustre predecesor, que ha dejado el listón muy alto.

Y ya estamos con la disyuntiva: ¿gasolina?, contamina; ¿Diésel?, ni te cuento. Pero… las baterías y demás piezas propias del híbrido, ¿contaminarán al desecharlos? Supongo que sí. Uff…

Así que recurro a la prioridad: urge frenar el cambio climático y todas las enfermedades respiratorias que incluso a mí, «wonder woman» de la salud, me están cazando.

Ni siquiera mis invencibles hijos, que solo pisaban el médico para vacunarse, se libran ya de sufrir cada ataque de tos que hace que parezcan a punto de desmontarse.

El caso es que estas cavilaciones sobre residuos y posible coste medioambiental de fabricar los híbridos, me han llevado a reflexionar sobre la inquebrantable capacidad del ser humano para poner remedio a todo y, seguidamente, ha hecho desembocar mi reflexión en jóvenes como mi sobrino, ingeniero industrial y no sé cuántas cosas más entre másteres y demás cursos cuya cuenta y denominación, la verdad, ya he perdido.

El caso es que él, como tantos otros miles de talentos renovados, vienen dispuestos a aportar las mayores pedaladas al progreso humano, y lo más importante: aplicando la innovación tecnológica sin eludir la ética (ya era hora).

Pienso en todos los científicos que no trabajan movidos únicamente por la ambición personal o la codicia, sino que realmente quieren dejar en el mundo su ofrenda al progreso, regalándole así una prórroga más a nuestra supervivencia como especie.

Creo, con todo mi optimismo, en los jóvenes, adultos y mayores que no se conforman con observar un problema; que se remangan, lo estudian y se plantean todas las soluciones posibles, devanándose los sesos hasta que, tarde o temprano, la luz  que un día nos llevó a encender el primer fuego ilumina este neocórtex que siempre encuentra el remedio, el invento, el descubrimiento. Siempre.

Me gusta pensar que existe una generosa fracción de la humanidad que no lo emplea solamente para idear formas de tortura y destrucción (aberraciones exclusivas del género humano), sino que eligen enclaustrarse en una burbuja de creación, solos o acompañados de otros genios, hasta que surge el milagro que permite un avance que garantice otro paso al futuro.

Sí, tenemos un problema urgente, pero ellos encontrarán la solución y nosotros deberíamos seguir sus pautas si nos consideramos inteligentes.

Así que voy a por el híbrido. Porque sé que cuando su batería se agote, el prodigio de la infinita genialidad humana habrá encontrado la solución, una vez más, a la gestión de dicho residuo.

*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o de las imágenes que aparecen en este artículo.

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