Desde mi Colmena en Alcorcón: Es tu día, papá

Desde mi Colmena en Alcorcón: Es tu día, papá

Nueva columna semanal dedicada a padres maravillosos. Desde mi Colmena en Alcorcón: Es tu día, papá

Me encantaría exponer unos cuantos casos cercanos de buenos padres, pero no sabría por dónde empezar y, aparte, me topo con el tema de la privacidad. Así que voy a recurrir a lo que me ofrece alguno de mis lugares favoritos en la Historia. Vamos a ver…

Si me remonto a la antigüedad, pasándome de frenada llegaría a la covada, costumbre típica de algunos pueblos celtas en España. De acuerdo con dicha covada, la mujer abandonaba el lecho nada más parir y su lugar era ocupado por su hombre. Ella, generalmente, se marchaba enseguida a  trabajar en los cultivos o a cualquiera que fuera su labor, como si tuviera que disimular su reciente parto (generalmente podían; por supuesto, no descarto que alguna madre necesitaría el reposo indefectiblemente).

Como dicen los jóvenes: «¡De locos…!».

El hombre no sólo fingía ser quien había parido; además, imitaba el proceso, pues bramaba como si lo ejecutara él (¡y vaya si braman!, doy fe de ello, pues mis compañeros de gimnasio cantaban como sopranos en los estiramientos nivel “quebrantahuesos” mientras yo trataba de concentrarme en la respiración; vaya con el “sexo fuerte”…).

Bromas aparte, la covada respondía al primer instinto protector de aquellos padrazos, pues su intención era plantarle cara a los malos espíritus e influencias que acudían allá donde naciera un niño para causarle daño a él y a la madre en el momento del nacimiento.

Imaginad el valor que debían echarle al asunto estos hombres, atrapados por su primitiva condición de crédulos atemorizados entre supersticiones y seres malignos que no los iban a “despedir”, “congelar el salario” ni “subestimar en la junta”, sino que los matarían, despedazarían y robarían sus almas, directamente, si averiguaban la argucia del falso parturiento

Ahí teníamos ya a los primeros superpapis, enfrentándose a los peores demonios (para ellos tan reales como pueda serlo para ti tu jefe/a), dejando a un lado sus miedos para proteger a su familia, a pesar de un pánico irracional ―el peor que se puede soportar, el que atribuye certeza a todo lo sobrenatural―, venciendo a una forma de terror que no podemos ni imaginar, y supongo que Sin pensar en el ridículo que tal vez podrían sentir dramatizando un momento así.

Bien pensado, tal vez este sentimiento de vergüenza no tendría lugar, pues la covada era algo normalizado.

Eso sí: no dejaba de resultar un trance espeluznante para estos valientes padrazos que se ofrecían como diana para encajar todos los males dirigidos a sus vástagos.

Ya me he desplazado temporalmente. Geográficamente… he decidido irme al mar. Yo y los animalitos… No puedo evitar incluirles y, por tanto, hablar del Hippocampus hippocampus, más conocido como “caballito de mar”; uno de los poquísimos machos que soporta la gestación de las crías cuyos huevos, durante el apareamiento y en una hábil jugada, la hembra le cuela en la “bolsa de cría” situada en su parte frontal, a través de un tubo llamado ovipositor.

(¡Já…! No estaría mal que la Naturaleza nos hubiera concedido esa opción).

Y allá se va don Hippocampus con su embarazo a buscarse alimento, defenderse de depredadores en tales circunstancias y soportar todo lo que esté por venir en el reino de “Bob Esponja”… Habría que ver qué tal le va en nuestra sociedad.

Y precisamente por lo difícil que lo tendría, quiero dedicar en la columna de hoy este homenaje y mi más sincera felicitación:

A los padres que, en igual proporción que las madres, piden días libres para cuidar de un hijo enfermo, llegan tarde al trabajo o se marchan antes para llevarlo al médico.

A los padres que también piden reducción de jornada y respetan las leyes aprobadas para igualar los permisos de maternidad y paternidad, contribuyendo así a que las mujeres dejemos de estar laboralmente estigmatizadas por esta razón.

A esos hombres que leen cuentos, cantan, se despiertan de repente junto a la cuna o tirados en cualquier parte de la casa con un niño encima que parecía no ir a dormirse nunca y la baba cayéndoles por la comisura; se disfrazan, se embadurnan con las temperas, se van a dormir dando tumbos y con un pegote de plastilina en el pelo, echan horas en la arena de un parque haciendo tartaletas o carreteras ―o lo que se le antoje a su criatura, sea ésta del sexo que sea― y no se acomodan en el sofá con el móvil o el partidito mientras a los churrumbeles se les quedan los ojos como los de un animal disecado delante de una pantalla.

A los que ponen las mismas ganas que la madre en hacer los purés, descartando la creencia de que las recetas nos vienen de serie con el cromosoma XX.

A los que acuden, al igual que nosotras, a buscar a los niños al colegio, a las reuniones con profesores o con otros padres, entendiendo que para nosotras ese modelo de vida social es tan “estimulante” como pueda serlo para ellos.

Y, por supuesto, a todos los que, de mutuo acuerdo con su pareja, se han quedado en casa al cuidado de sus hijos, sin complejos y sin prestar la menor atención a la opinión que los diminutos cerebros machistas deseen expresar contra ellos.

A todos ellos y a tantos casos admirables más que seguramente han escapado al inventario de mi memoria: muchísimas felicidades. 

Os merecéis este día del padre. Que lo disfrutéis.

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una brujapueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

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