Desde mi Colmena en Alcorcón: Círculos Mágicos

Nueva columna semanal sobre antiguos círculos que sobreviven gracias a la práctica de las narraciones.

Ha pasado una semana y parece que fue ayer. La experiencia que viví ese viernes atesora mi cuenta vital junto a otras, como la que aconteció hace casi un año, cuando interpreté al rey mago Melchor y fui obsequiada con uno de esos recuerdos dorados que, en el último hálito, festonearán la embarcación de Caronte.

El regalo que recibí aquel viernes fue el de visitar un instituto en La noche en blanco junto a dos compañeras ―y amigas― escritoras.

Durante la mencionada noche en blanco, que se celebra cada año, los alumnos realizan infinidad de actividades ―a las que esta vez se sumaron nuestros relatos de terror― y después, si pueden, duermen.

En el que yo preparé traté de proporcionar un par de muestras de leyendas celtas gallegas. Concretamente, dos personajes (la orcabella y el can do urco) que para tal ocasión tomé prestados de mi libro, Vidya Castrexa.

El estilo de mi terror no convenció a mi pequeñaja, de la misma edad que los chicos y chicas que lo escucharían en el instituto. Tras el ensayo inicial en casa, sus palabras fueron:

―Mamá, eso es largo y aburrido. No te va a escuchar nadie.

Mi terror espiritista, psicológico, neblinoso…, ¡no tendría éxito allí!

Sus palabras me desmoralizaron, hiriendo un ego al que me cuesta meter en vereda ante ciertas críticas (como ésta): “Largo y aburrido”… ¡¿Largo y aburrido?! ¡Me desvelé la noche que siguió a la redacción del capítulo donde aparece la Santa Compaña (con otra designación, puesto que el libro transcurre en época celta, cuando las leyendas y tradiciones paganas aún no fueron “santificadas”). ¡Recuerdo que, tras su creación, mi habitación se llenó de susurros, destellos surcando el techo, gélidas exhalaciones pasando junto a mis mejillas…! (No, no fumo nada pero todo se andará, al paso que vamos).

Fue demencial. Aquel capítulo ahora desvela a mis pobres lectores como una maldición contagiosa.  Igualmente, puedo recordar que después de aquello no fui capaz de alojarme sola en el castro gallego  donde rematé los últimos detalles; tuve que llevarme a toda la familia, y aún así las noches fueron épicas, en aquel bungalow del camping. En aquél oscuro llano junto al mar, al pie del promontorio donde se alzaba el castro… (como siga, no paro).

“Largo y aburrido…” ¡Qué fastidio reeditarlo todo para convertir mi fantasmagórico relato en un episodio de casquería!

Finalmente, mi asesora de boomers despistados me convenció para profanar mi escaso estilo en el terror (y aún más escaso interés en redactarlo, pues no es mi género predilecto, o al menos eso creo).

En resumen: por salvar la noche pasé por el aro: sangre, tripas, violencia. Justo lo que no soporto ni en películas ni en libros. No es miedo, sólo puro asquito.

Pero logré pegar el cambiazo. Y conseguí dar a los chavales lo que deseaban;  Orcabella convirtió a un par de malvados acosadores en un aspersor de sangre y vísceras (puaj…).

Al final de la jornada, sin embargo, no pude leerlo, porque algo maravilloso sucedió con el último de los grupos que se fueron sucediendo. Ni siquiera recuerdo qué dio pie a semejante catarsis de emociones, a aquella explosión comunicativa que es, hoy por hoy, el sueño de todos los padres y madres con nuestros hijos.

Sin desplegar el relato, resignado a yacer doblado calentándose entre mis manos, me abandoné a las leyendas y anécdotas que inundaron mis oídos, borrachos de magia.

No daba abasto señalando cada una de las manos que se elevaban y agitaban con insistencia pugnando por su turno para compartir alguna experiencia o relato de cosecha propia; todos sobrenaturales, espeluznantes, deliciosos…

Y esto debo contarlo: “Eres nuestra profe favorita” se ha convertido en lo más bonito que me han dicho en la vida (después de «mamá», por supuesto). A pesar de repetir reiteradamente que yo no era “profe”, no dejaron de llamármelo. Todo un honor (y todo un síndrome del impostor abofeteándome por dentro).

Gracias a todos estos genios cuyos ancestros regalarían prolíficas veladas alrededor de una hoguera, me sentí trasladada a una de aquellas noches, tan lejanas ya, en que mi pandilla de amigos y yo despedíamos la madrugada encaramados sobre una roca, en lo alto de una loma de la sierra donde pasábamos los fines de semana; o en el cesped del parque del barrio, contándonos cosas que jamás habríamos confesado ante cualquiera, so pena de poner en entredicho nuestra cordura.

Como si mi energía se desbordara para acudir al encuentro con la suya, me fundí con los críos en ese remolino agitado por sus gestos y miradas en creciente exaltación, mientras sus palabras nacían de un generoso manantial de misterios que sólo podrían brotar de aquella genialidad aún infantil, de ese último vestigio de inocencia sin máscaras.

He de reconocer que, a pesar de la ilusión con que llegué allí, en parte daba por perdida la batalla contra tiktokers, youtubers, instagramers…, pero cuál fue mi sorpresa (con la consiguiente esperanza y una inmensa alegría)  al comprobar que, como en aquellos círculos donde comenzaron a fraguarse tantas leyendas y enseñanzas, aún nos quedan muchas noches de magia.

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una brujapueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o las imágenes propias de este artículo.

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