Alberto Viña nos trae una nueva columna semanal sobre la exteriorización del enfado. Apuntes desde Alcorcón: enfadarse
Se preguntaba en una columna Leila Guerriero hace unas semanas que cuántas toneladas de mindfulness y autoayuda habíamos tragado para que le veamos el lado bueno a todo. Ella era más tajante, en realidad: “por qué hemos engendrado esa maníaca necesidad de encontrarle a todo una enseñanza”.
La pandemia -me prometí no empezar nunca una frase así, pero aquí estamos- quizá haya hecho que tratemos de centrar nuestros esfuerzos en lo que vale la pena. Cada uno de nosotros piensa que es digna de su atención una cosa distinta. Algunos habremos querido cambiar, mejorar. Habremos tintado de rosa los cristales de nuestras gafas. Pero la vida, sus zancadillas y desquicios siguen estando ahí. No hicieron un confinamiento, pero se quedaron esperándonos. Y a veces no es suficiente con no prestarles atención o buscarles el lado bueno.
Por eso yo defiendo la existencia del derecho a enfadarse. Lo defiendo y animo a que se regule y se ejerza más a menudo. Dicen que debemos contar hasta diez despacio para calmarnos cuando estemos a las puertas de un enfado. Nada de eso. Un gran camino alternativo igual de válido es mirar arriba, pasear la punta de la lengua por la zona baja de la boca y soltar después un improperio. No será el consejo más presentable y digno que os vayan a dar esta semana, pero desde luego sí es el que más os va a reconfortar a partir de ahora. Enfadarse y mostrarlo tampoco es para tanto.
Para enfadarse no hay más reglas que una: hay que saber hacerlo. Hay que enfadarse bien. Mejor dicho: hay que saber por qué enfadarse. Todavía existen vivencias de las que aprender y a las que buscarles el lado bueno. Yo esto no me lo aplico demasiado bien. Consejos vendo que para mí no tengo. Con lo de Djokovic y su poquísima vergüenza en Australia me molesté lo justo para no parecer un desalmado. Me da mucha más rabia, por ejemplo, que vengan los dos enfermos de siempre al mismo bar que nosotros y que nos ganen a algún pobre amigo mío y a mí sin despeinarse al futbolín.
El enfado es una bolsa de patatas fritas: si empiezas hay que saber parar. El “yo controlo” y el “lo dejo cuando quiera” deben ser realidades tangibles, no suposiciones volátiles. Hay un punto intermedio entre el rostro relajado y el ceño totalmente fruncido que funciona a las mil maravillas. Eso es lo que hay que conseguir. Enfadarse con estilo. Con clase. Es un arte, al fin y al cabo. En él nadie sufre salvo uno mismo. La clave es hacerlo soportable. Una buena manera de lograrlo es buscarse motivos de enfados basados en trivialidades. Igual no estáis nada de acuerdo con esta columna y os estoy enfadando. Si es así, ya tenéis vuestra primera trivialidad.
Esa es la conclusión más aplicable que he sacado de estos años. Que enfadarse suele estar mejor de lo que parece, que merece más la pena de lo que pensamos. Que no todo tiene un lado bueno ni una enseñanza que extraer. Si no os he convencido del todo, hacedlo por Leila Guerriero entonces. No la enfademos. Eso sí que no merece la pena jamás.
AV