Nuevo recopilatorio de relatos de ficción inspirados en localizaciones del municipio. Alcorcón extraño: Malo
En Alcorcón, un día cualquiera de julio, el calor caía a plomo sobre los tejados de ladrillo y las persianas bajadas. Enrique salió del trabajo con la camiseta pegada al cuerpo y los calcetines empapados dentro de unos zapatos que habían conocido mejores tiempos. Doce horas sentado frente a una pantalla y atendiendo llamadas «urgentes» que nunca lo eran. Doce horas de faena si quería ganar lo justo para seguir sobreviviendo.
Eran las ocho y media cuando entró en el supermercado. Sabía que era una mala hora. Había más gente que en la Cabalgata de Reyes, pero con menos alegría y más sudor. Empujó el carrito con una mezcla de resignación y rabia. Cogió lo de siempre: arroz, huevos, pan de molde, atún y algún capricho barato para su hija, si encontraba algo en oferta.
En la cola, el aire acondicionado era más una leyenda urbana que otra cosa. Una mujer hablaba por el móvil a voz en grito, un niño berreaba porque no le compraban galletas, y Enrique sentía cómo el sudor le bajaba por la espalda.
—Seis con cuarenta el litro de aceite —leyó en la etiqueta indignado.
—¡Nos mean en la cara y decimos que llueve!
Un guardia de seguridad se acercó con cautela, como si Enrique fuera un animal rabioso.
—¡Basta! ¡Basta ya de ser buenos porque al final somos tontos! ¡Yo no voy a volver a ser bueno, seré malo!
Salió del supermercado pagando cincuenta euros en lugar de sesenta, sin mirar atrás, sintiendo que por primera vez en mucho tiempo hacía algo con sentido.
—No te daré más, esto es lo justo —explicó a la cajera.
Cuando llegó a su casa, su hija estaba estudiando y su mujer viendo la tele. Un anuncio de MediaMarkt prometía «precios de locura».
Se sirvió un vaso de agua y se quedó de pie en la cocina, mirando la bombilla sin pantalla del techo como si fuera una estrella lejana.
—«Yo sí que estoy loco, me habéis hecho enloquecer» —murmuró.
MediaMarkt, en el centro comercial Parque Oeste. Ese era el objetivo.
Se imaginó entrando con una máscara de payaso, gritando «¡esto es un atraco!», y saliendo en un patinete eléctrico con la mochila llena de portátiles. El plan era absurdo. Pero también lo era trabajar doce horas para gastar prácticamente todo el sueldo en el alquiler y en comida.
Pasó la noche escribiendo en una libreta cosas como: «buscar cámaras de seguridad» y «necesito una pistola de juguete que parezca de verdad». Se sintió vivo.
El día siguiente amaneció igual de caluroso. Enrique se afeitó. Se puso una camisa limpia y salió a dar una vuelta, como quien busca tabaco pero sabe que no debería fumar. Aún no sabía si lo haría, si tenía todo lo que hacía falta para ser malo del todo. Pero ya no era el mismo que ayer empujaba un carrito en la cola del supermercado. Ahora tenía un plan y, por primera vez en mucho tiempo, eso le pareció mejor que ir a la deriva.
El fin de semana lo pasó vigilando el MediaMarkt desde el aparcamiento. […] El domingo por la tarde descubrió una ventana baja que daba a un callejón. No era gran cosa, pero con una escalera larga y un poco de fe, podría ser la puerta al paraíso.
Al día siguiente esperó a que cerraran. Aparcó su furgoneta en el callejón muy nervioso, forzó la ventana sin demasiadas complicaciones con una barra de uña y se coló. Dentro, la oscuridad olía a plástico nuevo y electricidad contenida. Como un templo moderno lleno de ofrendas digitales.
Iba echando cosas al macuto con una mezcla de ansiedad, culpa y una extraña sensación de justicia poética. Robar era fácil. Lo difícil era sentirse bien haciéndolo.
[…]
Porque incluso un esclavo de la antigüedad tenía techo y comida asegurados, mientras que él no.
Cuando llegó a la sección de ordenadores portátiles, se detuvo un segundo para respirar hondo. Cogió tres de los más caros y los metió en el macuto. Fue entonces cuando escuchó un ruido.
—Eh… ¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí?
Enrique levantó la pistola falsa con gesto seguro, sin hablar.
—Haz lo que tengas que hacer y lárgate.
Una vez en la salida, se detuvo y se auto infligió un bofetón. Soltó el macuto en el suelo y, sin mirar hacia atrás, salió por la puerta principal.
El mundo siguió girando, como si nada hubiera pasado.
En casa, mirándose en el espejo del baño, le dijo a su propio reflejo: «eres gilipollas y lo serás hasta que te mueras». Luego entró al cuarto de su hija y le dio un beso en la frente mientras dormía. Después se acostó junto a su mujer y la abrazó.
*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o las imágenes propias de este artículo.
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