Más allá de Alcorcón. Nueva columna semanal de relatos de ficción: Fugado
Antonio vivía en un pequeño pueblo al pie de una montaña, donde las noches eran silenciosas y las estrellas brillaban con una intensidad que pocos lugares podían igualar. Estaba anocheciendo y, tras una larga jornada de trabajo, decidió relajarse tomando unas copas en el bar del pueblo. Una tras otra, las bebidas fueron vaciando su conciencia y, para cuando salió del bar, la noche ya había caído por completo y el mundo a su alrededor se tambaleaba.
El camino a casa le era un trayecto muy conocido, casi automático para él. Subió a su viejo coche y comenzó a conducir por la travesía que cruzaba el pueblo hacia las afueras. El alcohol nublaba su visión y sus reflejos, pero la costumbre y la imprudencia le hicieron pensar que podría manejar la embriaguez. De repente, un destello captó su atención. Eran unos faros, pero antes de que pudiera reaccionar, sintió un golpe seco y el sonido de algo golpeando el capó y el parabrisas.
Antonio frenó bruscamente y el corazón le latía desbocado. Miró por el retrovisor y vio dos cuerpos inmóviles en la carretera: un anciano y un niño pequeño. El horror lo paralizó por unos segundos, pero el miedo a las consecuencias fue mayor. Puso el coche en marcha y se dio a la fuga, huyendo de la escena del accidente.
Los días siguientes fueron un infierno de remordimientos y paranoia. Antonio apenas podía dormir, temía que alguien lo hubiera visto o que la policía estuviera tras su pista. Pero, aunque extraño, no hubo ninguna noticia del accidente. El miedo inicial se transformó en una falsa sensación de alivio y siguió con su vida, intentando olvidar lo sucedido.
Sin embargo, cada vez que volvía a conducir, especialmente de noche, comenzaba a ver cosas. Al principio eran sombras fugaces en el límite de su visión periférica, destellos que desaparecían al mirarlos de frente. Luego, las visiones se volvieron más claras: el anciano y el niño, de pie al borde de la carretera, mirándolo con ojos vacíos y acusadores. No importaba a dónde fuera ni a qué hora del día condujera, ellos siempre estaban allí, observándolo.
Desesperado, Antonio dejó de conducir de noche, pero las apariciones continuaron. Las veía reflejadas en los espejos de su casa, en las ventanas, incluso en sus sueños. La culpa y el miedo comenzaron a devorarlo, llevándolo al borde de la locura. Empezó a beber más, buscando escapar de las visiones, pero el alcohol solo las hacía más vívidas.
Una noche, incapaz de soportar más, Antonio decidió ponerle fin a todo. Subió a su coche y condujo sin rumbo fijo, acelerando por las carreteras vacías. Las visiones eran más intensas que nunca, los rostros del anciano y el niño aparecían frente a él, en los asientos traseros, en el parabrisas, rodeándolo.
Finalmente, en un acto de desesperación total, Antonio divisó un camión que venía en dirección contraria. Aceleró aún más, fijando su mirada en los rostros espectrales que lo acosaban. Cerró los ojos y giró el volante bruscamente, chocando de frente contra el camión.
El impacto fue devastador. El coche quedó hecho un amasijo de metal. Los conductores que llegaron al lugar hablaron de una expresión de alivio en su rostro, como si hubiera encontrado finalmente la paz que tanto buscaba.
La noticia del accidente llegó rápidamente al pueblo y, con ella, un extraño detalle que nadie pudo explicar: no había registro ni testimonio reciente de ningún accidente anterior en el que un anciano y un niño hubieran sido atropellados en aquella travesía. Algunos decían que Antonio había sido víctima de sus propios demonios, otros que la culpa y el remordimiento lo habían llevado a la locura. Pero los más viejos del lugar, aquellos que creían en historias de fantasmas, aseguraban que las almas del anciano y el niño lo habían perseguido hasta llevarlo a su inevitable destino, cobrando así la justicia que el mundo terrenal les había negado.
Jose Luis Blanco Corral es autor de Vidas Anodinas, Poemas para pasear y de Cuando no
quedan lágrimas.
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