Nueva columna semanal de relatos de ficción, sobre el mesías y el Síndrome de Down. Más allá de Alcorcón: El regreso del redentor
En un humilde barrio de una gran ciudad, vivía un cura llamado Mateo. De piel curtida y ojos oscuros, guardaba historias de drama y superación de todos sus feligreses. Cada domingo, la comunidad se reunía en la parroquia para escuchar sus palabras de aliento, de esperanza y entrega a Dios.
Un fresco día de primavera, Mateo se preparaba para el bautismo de un niño. La madre, María, una mujer humilde recién enviudada, sostenía al pequeño en sus brazos. Mateo imploró a Dios que eliminara su pecado original mediante el sacramento del bautismo y, en ese instante, una luz cegadora iluminó el templo y una voz resonó en la cabeza de todos los presentes. Un ángel se les apareció, con alas que destellaban como estrellas, proclamando que aquel niño era la reencarnación de Jesús y que había sido enviado para guiar a la humanidad en tiempos de confusión.
Mateo sintió cómo un escalofrío recorría su espina dorsal. Las palabras del ángel reverberaron en su corazón, llenando su alma de una sagrada certeza. A partir de ese momento, su vida y la de aquel niño, al que bautizó como Jesús, estarían entrelazadas por un destino divino.
Los años pasaron y Jesús creció bajo la tutela tanto de su madre como del cura; pero no parecía el Mesías, de hecho, tenía Síndrome de Down.
El chico siempre tenía una sonrisa que regalar a quien se le acercaba y sus ojos transmitían verdadero amor.
Cuando alcanzó los treinta años, algo extraordinario comenzó a sucederle. Se levantó una mañana, miró al sol naciente y supo que era el momento de compartir el mensaje que llevaba guardado en su corazón. Se dirigió a la parroquia y, antes de que Mateo comenzara a predicar, se subió al púlpito y comenzó a hablar.
Sus torpes palabras se fueron tornando fluidas hasta convertirse en un río de esperanza fluyendo hacia los sedientos corazones de la gente. Habló del amor incondicional, de la compasión por los más desfavorecidos y de la necesidad de encontrar la paz interior en medio del caos del mundo.
Una mujer muy mayor vecina suya que se había quedado ciega por la diabetes, clamó:
—¿Jesús, eres tú? ¡Hijo, qué lástima no poder verte!
Jesús se acercó a ella, le acarició con sus manos ambas mejillas y dijo:
—Clara, si no me ves es porque no quieres. Abre los ojos.
La mujer los abrió y con lágrimas de felicidad le miró y le abrazó con fuerza.
Jesús volvió al púlpito.
—Dios es grande. Pedid con fe y se os concederá.
Desde entonces, los vecinos se reunían para escucharlo y pedirle que sanara sus males. Tras sus discursos, volvía a su estado habitual.
Su fama creció durante tres años como un fuego que no podía ser apagado y pronto un gran número de periodistas se agolparon bajo la terraza de su casa hasta que convencieron a su madre y a Mateo para llevarle a las pantallas de televisión. La nación entera escuchó su mensaje de redención y esperanza.
Pero con la luz, también llegó la sombra. No todos aceptaron a Jesús con los brazos abiertos. Algunos lo vieron como una amenaza a sus formas de vida y a sus arraigadas creencias. Surgieron voces discordantes que sembraron la duda y el temor hacia él.
Un día, el destino tomó un giro inesperado. La policía estaba persiguiendo a unos delincuentes que huían en un coche robado, zigzagueando por las estrechas calles del barrio. En medio de la persecución, Jesús se encontraba cruzando la calle cuando el coche de los delincuentes pasó a toda velocidad y lo atropelló.
El barrio entero quedó enmudecido, paralizado por la tragedia. Las lágrimas brotaron de todos los ojos que habían visto en Jesús la esperanza de un mundo mejor. Mateo, el cura, sostuvo el cuerpo inerte de aquel que había creído que sería el Salvador hasta que llegó la ambulancia, pero ya era demasiado tarde.
El domingo siguiente, durante una conmovedora homilía dedicada a Jesús, el templo comenzó a vibrar y se hizo el silencio. Este apareció envuelto en un aura dorada luminosa, sonrió con ternura y gratitud a todos los presentes y se desvaneció sin decir palabra alguna, dejando una semilla de esperanza plantada en los corazones de aquellos que creyeron en su mensaje de amor y redención, siendo la prueba de que la vida no se acaba con la muerte física de nuestros cuerpos.
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