Un capítulo más de la saga de microrelatos ambientados en nuestro municipio. Historias de borrachos en Alcorcón: La apuesta (final)
Y saltó. El golpe fue tan fuerte que se quedó sin aire durante unos segundos.
Ambos estaban tendidos en el suelo y Hugo se incorporó con dificultad mientras señalaba la pierna de Marcos.
—Tío, creo que te has hecho daño en una pierna
Marcos giró la cabeza para observar su rodilla y observó un extraño bulto bajo el pantalón.
—¿Y tú? —preguntó entre risas, señalando la espalda de Hugo, cubierta de arena.
Hugo se palpó el cuerpo.
—Parece que estoy bien… salvo por mi orgullo —respondió sonriendo.
Sin embargo, al intentar levantarse, ambos se dieron cuenta de que caminar no sería tan sencillo. Marcos no podía apoyar la pierna y Hugo sentía un dolor agudo en el costado derecho.
—Creo que deberíamos ir a urgencias —sugirió Marcos, aunque su tono era más preocupado que divertido.
—Sí, porque si no vamos, mañana no podremos movernos. El médico va a flipar cuando le expliquemos esto.
Llegaron al hospital cojeando, tambaleándose y entre risas, aunque Marcos empezaba a expirar lamentos de dolor cada vez con más frecuencia. La sala de espera estaba relativamente tranquila y los pocos pacientes presentes los miraban curiosos.
—¿Qué les ha pasado? —les preguntó en el triaje una sanitaria visiblemente agotada.
—Es una larga historia —respondió Marcos, esforzándose por contener la risa.
—Hicimos una apuesta —añadió Hugo con tono solemne—. Y digamos que el banco del parque se salió con la suya.
La enfermera suspiró, acostumbrada a las historias absurdas a esas horas de la noche. Les pidió que esperaran mientras buscaba a un médico disponible, pero sin darse mucha prisa.
Cuando finalmente les atendieron, el doctor, un hombre de mediana edad con expresión severa, revisó primero a Hugo, luego a Marcos y les mandó sendas radiografías.
—Usted tiene una costilla fisurada —dijo dirigiéndose a Hugo—. Un par de analgésicos, un poco de hielo, y en un par de semanas estará mucho mejor.
Pero usted —señaló a Marcos—, tiene la rótula luxada y debo colocarla de nuevo.
Le tumbó en una camilla con la ayuda de una enfermera y con una maniobra calculada, se la volvió a encajar. Marcos profirió un estremecedor grito de dolor.
—En el futuro eviten hacer acrobacias bajo la influencia del alcohol. Espero no volver a verles.
Ambos asintieron compungidos, aunque no pudieron evitar reírse cuando salieron de la consulta.
Salieron del hospital con muletas y una bolsa de hielo cada uno. La noche aún era joven; y aunque cojeando, se resistían a darla por terminada.
—¿Sabes qué? —dijo Hugo mientras se sentaban en un banco para descansar—. Creo que esta ha sido una de las mejores noches de mi vida.
—No sé qué decirte; desde luego nunca la olvidaremos. Aunque… —Marcos se detuvo, fingiendo pensar—. Técnicamente, tú perdiste la apuesta. Así que me debes una noche de cervezas.
Hugo soltó una carcajada y asintió con la cabeza.
—De acuerdo, pero la próxima vez tú serás el primero en saltar.
Ambos estallaron en risas nuevamente, ignorando el dolor.
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