Nueva columna semanal sobre la festividad de San Valentín. El taller de las ideas de Alcorcón: un San Valentín salado
Ya era bastante tarde, pensé que había sido una noche como cualquier otra, sin embargo, en el fondo del pub, al final de la barra, vi una chica de mirada triste y perdida en el fondo de su copa. Me acerqué como un mosquito a la luz, sin ser consciente de que sería atrapado por esta y, simplemente me senté a su lado, sin decir ni una palabra la miré de soslayo y pude ver como una lágrima resbalaba por su mejilla hasta caer sobre el último hielo de su vaso. Entonces me giré en un arrebato de valentía y la dije:
—Esta es tu noche, olvida a quien sea o lo que sea que te haya pasado y vuelve a empezar.
La chica me miró, primero desconcertada y después con curiosidad. Entonces me dedicó una amarga sonrisa y con un nuevo brillo en sus ojos, me hizo un ademán para que la siguiera. Se levantó y fui detrás de ella hipnotizado por su figura, su andar elegante y su halo de misterio.
Una vez en la calle, me miró con súbito atrevimiento y, lentamente, se acercó a mi oído y me dijo en un susurro que fue toda una declaración de intenciones:
—Si esta es mi noche, quiero compartirla contigo.
Caminamos por el paseo marítimo sin darnos la mano, en silencio; no hacían falta las palabras. Tenía la sensación de que nos habíamos conocido hacía mucho tiempo y acabábamos de reencontrarnos. Me sentía cómodo a su lado, como si estuviera acostumbrado a su compañía. Pero no nos conocíamos y, a pesar de ello, no había tensión entre nosotros.
Descendimos por unas escaleras que daban acceso a la playa y nos acercamos a la orilla muy despacio. Cuando llegamos, observé que la luz de las farolas respetaba nuestra intimidad y escuché —porque casi no podía ver—, cómo bajaba la cremallera de su vestido.
Reaccioné quitándome la camisa y oí caer su ropa a la arena. Terminé de desvestirme y, cuando estuvimos como Adán y Eva en El Paraíso, por primera vez, ella me dio la mano.
Nos adentramos en el agua hasta que llegó hasta nuestra cintura y entonces cesó de andar.
Se giró y me abrazó, apoyando su cara sobre mi hombro. Pude oler su dulce perfume y sentí su ondulada melena bajo mi barbilla, como si buscara cobijo, como un ave que busca dónde anidar. La abracé también y experimenté algo nuevo para mi. Me invadieron la ternura y el deseo a partes iguales.
No me atreví a romper la magia hasta que sentí cómo sus dedos acariciaban mi espalda con timidez, poco a poco, hasta descender más allá de lo que hubiera imaginado. Todo mi ser la correspondió y nos entregamos hasta casi hacer hervir el agua.
De vuelta al paseo marítimo, llamó a un taxi. Lo esperamos sentados en un banco, sin hablar, acurrucados el uno junto al otro. Cuando llegó, me dio un beso en los labios antes de subir, un beso salado por la mar.
—¿Cómo te llamas? —Pregunté.
—Eva. —Contestó con un guiño.
—Encantado, Eva. Yo soy Adán.
La chica sonrió y se fue sin volver la vista atrás.
Espero, queridos lectores, que este relato haya removido algún sentimiento en vuestro interior, ya sea por un antiguo amor, por uno nuevo o por el anhelo de conocerlo.
Quien no ha amado, nunca entenderá el sentido de la vida. Si Dios o la naturaleza nos dieron la capacidad de experimentar el amor, ya sea por mera casualidad o como recurso de supervivencia, está claro que fue un acierto.
Os deseo a todos un feliz San Valentín y recordad que el amor tiene muchas formas, no solo la de un hombre y una mujer. Lo importante es la pureza del sentimiento.
Abrazad, besad y llamad a aquellos a quienes amáis, porque son el mayor regalo que nos da la vida y no estarán ni estaremos para siempre. Como no sabemos cuándo terminará nuestro tiempo, disfrutémoslo siendo conscientes de la suerte que tenemos.
Jose Luis Blanco Corral es autor de la novela corta Cuando no quedan lágrimas, disponible en Amazon y de la antología de relatos Vidas Anodinas, publicada por la editorial Suseya.
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