Desde mi Colmena en Alcorcón: ¿Y si ya nos ha tocado?

Desde mi Colmena en Alcorcón: ¿Y si ya nos ha tocado?

“Si me toca.., ay, si me toca…” Nueva columna semanal dedicada a quienes sueñan con tapar agujeros, enterrarse en billetes, una reforma en casa, un buen viaje… Desde mi Colmena en Alcorcón: ¿Y si ya nos ha tocado?

El día de la lotería nacional ya anda cerca. Su recuerdo nos llega en bucle año tras año, entre ecos cantados por los niños de San Ildefonso. En nuestra anhelante imaginación siempre alimentada por esa esperanza que no perdemos, resuena nuestro número, tras lo cual nos vemos saltando del sofá, o del taburete del bar, o lanzando un buen aullido en el trabajo, para estupor de nuestros compañeros.

“Qué momentazo…”, pensamos, soñando despiertos.

Pasadas las horas decisivas de la mañana, tras el desconsuelo de no haber sido los elegidos por la diosa Fortuna, ponemos las noticias. Porque el sabor de la ilusión nos deja un regusto tan rico que no podemos escupir su resto bruscamente. Queremos paladearlo un poco más, aunque sea a través de otros, fantaseando con que somos nosotros quienes celebramos el premio al otro lado de la pantalla poniéndonos en su lugar, o simplemente llenándonos de todas esas miradas brillantes, reales, en vivo y en directo.

Cierto es que esta vez el sueño adopta un matiz agridulce, porque esa realidad, ficticia para nosotros, pertenece a otros. Pero nos aferramos a la prolongación del encanto como a un amortiguador contra la decepción, porque es infinitamente mejor que el bofetón de la brusca resignación que padecemos en otras situaciones de la vida y de las que ya estamos más que hartos (una negativa burocrática, el anuncio de una enfermedad…).

Saltan, descorchan espumosas botellas, se abrazan…, porque ese abrazo inesperado, insólito, también forma parte del premio. No se dan cuenta hasta ese momento. Las situaciones extremas unen mucho. En este caso, la felicidad rompe todas las barreras.

Es un estado que, en mi opinión, nos permitiría distinguir entre las malas personas y las que simplemente estaban amargadas y necesitaban un guiño del destino.

Así, yo descubro tres grados de calidad humana; en el óptimo y más escaso se encuentra la gente que es buena incluso siendo desdichada; bajo ellos, en un nivel intermedio, hay gente que necesita ser feliz para ser amable. Después están quienes, aún teniéndolo todo, siguen ejerciendo un trato despreciable sobre sus semejantes, cebándose con los más débiles.

Vuelvo a la lotería y la retransmisión en directo desde la puerta de una administración donde, para mi júbilo, una porción de la población más necesitada describe, en medio de un gran jolgorio donde apenas se les puede escuchar, qué agujeros tapará, qué sueños cumplirá, a quién ayudará a salir de tal o cual bache, quién se salvará de un desahucio…

Conmueve hasta la médula. Esto podría dar pie a una segunda parte de Love Actually. “El ser humano es bueno”, escucharíamos a Hugh Grant comentar al inicio, como en la primera parte, “pero está muy fustigado” (esto ya es de mi cosecha).

En ese momento, el espíritu de la Navidad me arranca de tal pensamiento agitando otro más contundente en mi interior: que yo ya soy afortunada, pues, aunque no me haya tocado ni la pedrea, gano una y otra vez el premio de conservar estos finísimos tentáculos que instintivamente se extienden desde mi interior y se conectan a las emociones del resto de seres vivos.

Por algo un escritor lo es: recibimos “inyecciones” de empatía que nos proporcionan infinidad de personajes diseñados con cromosomas de vidas ajenas.

Y voy más allá de esta primera reflexión: ¿Y si ya me ha tocado? ¿Y si yo no necesito esta otra lotería cantada por un puñado de críos entre bombos? Porque, por otro lado, además de lo anterior, a unos pocos afortunados nos toca encontrarnos con personas que nos enseñan a detectar esos momentos propiciatorios de bienestar; a que los instantes felices no nos pasen desapercibidos.

Gracias a ese cruce de caminos con estos extraordinarios seres, cada día me ocurren cosas, o recuerdo momentos que me hacen sentir privilegiada, agraciada por los dioses. No se me escapa ni uno. Tal vez la felicidad consiste en estar más atento a las intervenciones positivas de la vida y no malgastar nuestras limitadas energías en las negativas.

(Podría enumerar unos cuantos ejemplos pero, en lo posible, trato de evitar la autobiografía, no es mi género, salvo que tenga una reflexión que considere beneficiosa para cualquiera que pueda necesitarla).

Francamente, al final una tiene miedo de que participando en estas loterías de la tele, al tocarle un buen pellizco, el destino se lo cobre por otro lado mucho más valioso, privando de salud a los suyos o de esa percepción especial de la que hablaba dos párrafos atrás.

Me parece que me conformaré con la participación en el décimo que llevamos mis compañeras/os de la Asociación 100 Miradas y la apuesta benéfica que hacemos en nuestra antología de relatos 100 Miradas de Navidad, que nos llena el corazón de millones y millones de una moneda no acuñable en metal ni papel, sino en un tipo de material intangible que todos deberíamos apreciar más.

¿Quién sabe? Al final, las buenas acciones pueden tener mucho que ver con la buena o mala suerte que uno tenga en la vida. Yo, como siempre, os deseo la mejor. ¡Mucha miel!

Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una bruja, pueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.

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