Nueva columna semanal que nos invita a bailar. Aunque se hayan acabado las vacaciones… no dejemos de hacerlo.
Desde los albores de la humanidad, el baile nos ha unido en una amalgama inmensa de emociones, formando parte de infinidad de rituales y celebraciones a lo largo y ancho del mundo en toda su historia. Algunas incluso pueden parecernos grotescas.
¿Cómo que no…? ¿Os imagináis bailando en un entierro? Tal vez seamos incapaces de asumirlo, pero en Nueva Orleans, por ejemplo, el difunto alcanza su última morada después de un animado recorrido durante el cual es balanceado por sus portadores. A su vez es acompañado por los allegados que, entre meneos y giros, exteriorizan dicha aflicción en una ―para nosotros― incomprensible traducción coreográfica del dolor por la pérdida y su despedida definitiva.
Perdonad, ya me he ido de funeral (ah…, los filósofos y la muerte, qué obsesión tenemos…).
Retrocediendo a nuestros ancestros celtas: en “Vidya castrexa” ya dejé constancia de que el baile se encontraba presente en prácticamente todas sus celebraciones; desde Samhain (que pronto celebraremos bajo el nombre de Halloween) hasta Beltane para dar la bienvenida a una nueva primavera, así como cualquier Lughnasath de agradecimiento a la madre Tierra por sus frutos, pasando por bodas, nacimientos… ¿entierros?
En la bibliografía empleada no hallé nada sobre una despedida como la anteriormente descrita, pero no me extrañaría que se despidieran con unos buenos giros entre espirales para desear fuerza al espíritu en su ida y vuelta del más allá.
En la actualidad, en muchos lugares del mundo el baile sigue siendo un imprescindible para las celebraciones más relevantes. No hace falta recurrir a pintorescas aldeas de países lejanos, en vías ―o no― de desarrollo. Aquí, sin ir más lejos: ¿qué es una boda sin baile?
He de contaros que encontré la inspiración para esta columna en la piscina del camping donde pasé los últimos días de estas vacaciones que se me han pasado como un suspiro. Lo que me sucedió fue sumamente revelador. Mi mente, atrapada en el asfixiante conflicto que ha llegado a apestar nuestra atmósfera personal desde la mediática (llena de enfrentamientos y escupitajos verbales entre personas y colectivos de distintas ideologías), se vio, de repente, deliciosamente arrancada de toda esa crispación que te predispone como un títere contra un enemigo imaginario y omnipresente.
Como presa de un hechizo, según pasaba junto al recinto de la piscina, mis pies se detuvieron a la orden de mis sentidos. Una sonrisa abordó mi rostro inconscientemente, mientras contemplaba maravillada el rescate de la especie humana por su más atávico crisol: el baile colectivo. Pensé: “esto no me lo puedo perder”, por lo que saqué la pluma y el cuaderno que no me abandonan, ni en el fin del mundo ni en este paraíso. Y aquí estamos: yo escribiendo y tú leyendo.
He de confesar que la foto que encabeza esta columna me sirve más bien poco. Lejos de reflejar fielmente mi visión, produce el efecto opuesto a lo que desearía transmitiros. La imagen atrapada en mi móvil, petrificada, congela todo el movimiento percibido al compás de los ritmos estimulantes, y tantas ganas de disfrutar que electrizaban el aire expandiéndose por todo el espacio respirable hasta envolverme en un aura de optimismo irresistible.
(Qué lástima me da no disponer de una foto mágica, «dinámica» como las de Harry Potter).
Lo que yo vi, lo que viví, en realidad, era radicalmente distinto: las aguas se agitaban y reverberaban en una tormenta de irisados azules festoneados por toda la espuma que brazos, manos y cuerpos levantaban, dibujando en el aire la alegría de los bailarines, sumada en un todo chispeante que acompasaba la música y se entretejía con carcajadas impregnadas de júbilo.
Esta peculiar e improvisada tribu homo vacacionis cantaba al son de un estribillo tras otro al unísono, voceando con entusiasmo en los momentos marcados por el monitor y compartiendo miradas con la expresión de los niños en su primer día de clase; todos unidos en una danza acomodada a la pauta marcada, en un regocijo puro, lejano a todas las diferencias y los problemas ocasionados por ellas; jaleándose mutuamente con un ouu… o un heyy… levantando las manos, llegando bien arriba...
Palmadas y palmotazos al agua, giros, salpicadura en sincronía o con alguna pequeña colisión que culminaba en risas y ese contacto físico que acompaña la disculpa mutua; tantos rostros ocupados por dientes enmarcados en sonrisas francas, felices, que recuerdan una inocencia que frecuentemente damos por perdida. Qué maravilla.
Este momento cautivador, infinitamente lleno de humanidad, me regaló la presencia del poder catártico que la música conserva sobre nuestro ánimo, nuestro ánima y nuestro genoma tribal… Incluso por encima de todas las diferencias que hemos convertido en rabiosos dragones de batalla, más al servicio de las frustraciones y los egos que de las convicciones en sí.
Por supuesto, no invito con esta reflexión a adoptar una actitud hedonista ante las polémicas de la vida; ni a abandonar los principios con que deberíamos ser capaces de generar una dialéctica a ser posible constructiva, y no lo contrario (como venimos haciendo últimamente).
Continuemos confrontando, siempre desde la razón y el respeto, pero sin perder de vista todo aquello (no sólo el baile) que lleva uniéndonos desde que existimos.
Jamás perdamos la capacidad de compartir la ilusión que nos provoca la música. Bailemos, a ser posible juntos, para traer de vuelta aquella hermosa trivialidad que nos ayudaba a aliviar tensiones y seguir invocando la supervivencia de la tribu humana contra todo aquello que amenazaba nuestra especie.
Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una bruja, pueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.
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