Nueva columna semanal con la que celebramos el alcance de un nuevo hito. Hoy derrumbamos a puntapiés otro muro de invisibilidad. Seguimos haciendo historia.
En primer lugar, debo aclarar que, dado que es imposible redactar la columna en el mismo día de su publicación, las líneas que siguen fueron escritas con anterioridad al día de hoy, día de la ansiada final.
Dicho esto, silbo el comienzo, saco balón y comparto mi emocionante percepción de lo vivido durante el partido de la semifinal de fútbol jugado entre los equipos femeninos de España y Suecia:
La palabra que me viene primero a la mente para describir a las jugadoras es: portentosas. Y añado: titánicas, abrumadoramente poderosas en su despliegue de fuerza, determinación y coraje. Envidiables, sanamente envidiables, en su pertenencia mutua como equipo que indefectiblemente conduce a una amistad de oro. Sé de qué hablo. Tuve la suerte necesaria para saberlo.
He de confesar humildemente que, a excepción de alguna final, el fútbol nunca fue santo ―o más bien santería― de mi devoción. Normalmente, mientras mi familia jalea y aplaude en el salón, yo, que no encuentro atractivo en lo que apenas percibo como una versión plasmática y reducida de un futbolín holográfico, me pierdo por mis rincones con los lápices, la pluma o un libro.
Pero hoy…, hoy interrumpí una lectura sumamente enriquecedora (“Historia de las mujeres” de Bonnie S. Anderson y Judith P. Zinsser), atrapada por ese esplendor verde salpicado de flores salvajes, ―rojas unas, amarillas otras― donde, como una preciosa tormenta de verano, restallaba y resplandecía una fuerza interior muy representativa del espíritu de nuestra lucha.
Hoy, además, tengo la suerte de escuchar a un forofo futbolero de pura cepa confesar desde el más sincero e inocente estupor: “las mujeres son muy nobles jugando”.
Con ello se refería, asombrado, a que cada jugadora que caía se levantaba como un resorte y presentaba guardia al instante echando a correr sin más dilación incluso tras rodar por el suelo, como pude apreciar en más de una ocasión.
Esto, le duela a quien le duela, no es lo que se estila en la mayoría de partidos masculinos de alto standing. El forofo da fe de ello. Reconozcámoslo: cada vez que se caen esos señores, muchos de ellos, sin haber sufrido un daño real, se montan la llorería mientras se revuelcan un rato largo en el suelo mostrando un dramatismo digno del óscar hollywoodense, hasta que el árbitro les da la razón. Tras la concesión, se levantan raudos y felices y corren como un perro llamado a comer hasta ocupar su puesto de nuevo. Repentinamente, el agónico dolor que los abatía sin consuelo posible ha desaparecido.
Ellas no; ellas caen, saltan como si rebotaran y echan a correr como leonas. Eso es nobleza: honestidad, juego limpio.
Yo no pude por menos que responderle: “arrastramos en nuestro genoma siglos y siglos de resistencia al sufrimiento”. Yo no sé si es bueno o malo ese condicionamiento en nuestra manera de padecer, pero así ha quedado grabado hasta en los isótopos de estos huesos heredados de tantas valientes predecesoras.
Tal vez alguien eche las muelas leyendo esto. Y es que aún se arrastran entre nosotros los fieles descendientes de aquellos griegos, romanos, hebreos y cristianos cazadores de brujas (entiéndase por estas: científicas, filósofas, escritoras…, en fin, insurgentes talentos) que nos querían quietas y sumisas.
Pues hoy las “brujas” estamos ganando mucho más que un partido.
Hoy, una vez más, hacemos historia. Y prácticamente todas y todos lo celebramos como el nuevo hito que representa: un espacio más de visibilidad ganado junto a los hombres.
Hoy, por primera vez en mis casi 49 años de vida, se me han saltado las lágrimas al final de un partido de fútbol.
Porque no sólo he experimentado un recuerdo personal, revivido al contemplar estos abrazos de equipo celebrando el triunfo (¡y abrazos entre ambos equipos rivales! Si eso no es deporte… apaga y vámonos); saboreando el regusto del esfuerzo compensado mediante el sueño alcanzado, sino que, además, a ese abrazo colectivo que forma un círculo saltarín, se han sumado los brazos de tantas otras mujeres ―entre ellas las protagonistas del libro mencionado― celebrando con ellas la conquista de un nuevo podio.
Y sí, se me colman los ojos viéndolas. Me invade una inmensa felicidad: por ellas, por sus familias, por sus rivales y sus respectivos allegados, todos henchidos de orgullo. Y más allá, hacia el pasado, por aquellas que desde estrellas lejanas las contemplan mitigando así la amargura de sus injustas muertes: Hipatia de Alejandría, Aspasia de Mileto, Artemisia Gentileschi, Sylvia Plath, y un larguísimo, larguísimo, casi infinito etcétera de verdaderas mártires que recorren de vuelta al presente una lista histórica que desemboca en el horror actual de las mujeres afganas, las víctimas de la violencia de género sin erradicar y tantos otros casos existentes en infiernos ocultos a nuestra acomodada vista.
Por todas, por tantas, por tanta lucha ganada y tanta que queda por ganar aún. Por estas campeonas, porque pase lo que pase el domingo (día en que leéis Desde mi Colmena), Alexia, Salma, Jennifer, Olga, Aitana, Alba, Catalina, Mariona, Irene, Teresa, Ona, Esther, Athenea, Laia, Misa, Ivana, Claudia, Irene, Eva, Rocío, Oihane, María, Enith son nuestras campeonas y una valiosa referencia a añadir al firmamento de los logros femeninos.
Sigamos persiguiendo ese balón. Y celebremos el resultado que obtengan en este histórico domingo 20 de agosto de 2023, sea cual sea, por todo lo alto.
Porque llevamos siglos demostrando que no caemos sin levantarnos más fuertes y nuestra selección femenina de fútbol nos regala hoy el testimonio más vivo y representativo de nuestro espíritu.
Gracias, campeonas.
Patricia Vallecillo es escritora y vecina de Alcorcón. Sus últimos libros, El maestro griego y Vidya Castrexa, pertenecientes a la trilogía Las abejas de Malia, así como el cuento infantil Letras para una bruja, pueden adquirirse en cualquiera de las librerías que se detallan en el siguiente link de acceso a su web: “Las abejas de Malia”, así como en Amazon.
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