Nueva columna semanal catastrofista, grunge, dulce y evocadora. Desde mi Colmena en Alcorcón: see you soon, Kurt
Es viernes y aún no he decidido una buena columna. No he encontrado un tema acorde a la fecha o al menos algo “random” (como dicen mis hijos) que tenga aceptación. Así que hoy me la juego y me lanzo de espaldas escenario abajo. Del número de lectores depende que me pegue una costalada o llegue flotando hasta donde deba llegar.
Esta semana, por razones que se complican aún más en la introspección de las mismas, la muerte ocupa el centro de mi pensamiento. Hasta tal punto que no he podido pensar en otra cosa. En serio: si publico las cosas que he estado escribiendo provoco un colapso colectivo de pesimismo. Y mi miel podrá ser amarga en alguna ocasión, pero cambiarla por el veneno que he estado escupiendo…, eso ya de ninguna manera.
Hace una semana estaba apoyando a Cristo en su incertidumbre sobre si dejar de resucitar y pasar de nosotros, y en ésta sólo pienso en el infinitamente triste panorama que me ofrece la vejez de mis más allegados (entre Parkinson, demencia, Alzheimer, cardiopatías crónicas y mucha, mucha nostalgia y sentimiento de pérdida en el día a día de cada uno de ellos), lo cual me lleva a recordarme continuamente que debería acudir a una notaría para resolver eso de morir antes de entrar en el infierno. Gracias a quienes sí velan por una vida digna, la ley ya me permitiría saltarme esa horrible antesala en que una versión grotesca de ti que ya no eres tú sobrevive y le hunde la moral al resto. A ver si no viene nadie a fastidiar lo conseguido.
Por cierto, hoy una noticia destacada son los treinta años que se cumplen desde que Kurt Cobain se suicidó. Y la siguiente noticia el escabroso horizonte que se abre ante nosotros, entre EEUU respaldando a Israel contra Palestina por un lado, y por el otro Irán anhelante de vengar a Palestina, con Rusia tras ella afilando cuchillos y deseando escuchar un “calienta que sales”.
Las grandes potencias se la miden entre misiles, sus respectivos protegidos ladran incitando a la tercera guerra mundial y usted y yo preocupados porque dicen que las palomitas de microondas dan cáncer.
Kurt Cobain se apartaría la pistola de la cabeza: “Total, ¿pa qué?”.
Las siguientes noticias son horribles pero pasan desapercibidas, no por menos horribles, sino por obra y maldita la gracia de la insensibilización pública. Enhorabuena, sedantes mediáticos.
Bueno, que el alcalde se casa… Una florecilla en medio de las trincheras. Pues que lo disfrute como si no hubiera mañana (se lo digo seria y literalmente, sin cursivas: como si no hubiera mañana).
“La vida es una lenteja”, decía mi hijo de chiquitín (y aún no sé por qué, pero entre una lenteja y la leche qué más da); hace unas semanas yo estaba en modo relato erótico para una próxima antología benéfica con los compañeros de “100 Miradas” y repentinamente abandono a Eros y me arrojo a los funestos brazos de Tanatos.
Hay que ver qué unidas están ambas facetas de la existencia: muerte y sexo (esta atávica herramienta que antiguamente garantizaba la procreación).
Según estudios constatados, cuando Tanatos sube un escalón, Eros hace lo mismo. Es decir: es curioso cómo los tiempos de mortalidad masiva alzan la libido de manera prodigiosa (porque anda, que hay que tener ganas…). Es la lucha de y por la vida escrita en el instinto; no se incomoden ni me señalen a mí, que no tengo más culpa que la de haberme leído compulsivamente artículos científicos desde ni sé cuándo. Tampoco me miren como a Kurt Cobain, que yo no me fumo nada (pero todo se andará…).
Pobre Kurt… ¿Cómo es la desesperación que te lleva a encañonarte la cabeza y apretar el gatillo? Me niego a juzgar; soy de los pocos ejemplares que resisten la tentación, obligándose moralmente a, simplemente, tratar de comprender las vicisitudes del alma humana.
Kurt Cobain… Me viene un dulce recuerdo (se aviene una de nostalgia, aviso).
Allá por el comienzo de los noventa yo disfrutaba de la música de su grupo, «Nirvana», así como de toda la que aún no se había podrido de letras insulsas y ritmos maquinistas. El regaetton todavía no pringoteaba las pistas y el grunge europeo nacía como toda una declaración de rebeldía intelectual desde quienes heredamos el espíritu hippie pero no la pusilánime paz de las drogas.
Mi madre me lo decía hace poco: “Fuisteis la versión fuerte de los hippies”. Fuimos los que, salvo raras pero geniales excepciones (los empollones de élite), competíamos en algún deporte, y nunca volvió a haber una generación que llenara tanto los polideportivos sábados y domingos completos, con tapices de artes marciales.
Pero Kurt… ¿Qué pasó contigo? ¿Fuiste un niño de vida demasiado difícil o demasiado fácil? En cualquier caso, como todos lo somos, fuiste producto de las circunstancias en que se configuran los potenciales y la fuerza de voluntad de cada criatura.
Como dije, disfrutaba de «Nirvana» sin conocer el nombre del cantante, hasta que un compañero de mi nuevo instituto me dijo: “Tía…, tienes el pelo como Kurt Cobain… Qué flipe”.
Era tan buen chaval, tan conmovedoramente inocentón y colgadete, que no me importó que me lo repitiera por lo menos veinte veces más, las mismas que me hacía reír y admirar su limpia mirada azul de niño (para mí todos los de mi edad eran niños porque sólo me gustaban los hombres mayores).
En fin… como para no quedarme con el nombre bien grabado en la memoria. Kurt Cobain…, y Álex, mi dulce amiguito y despistado compañero que al llegar a clase nunca se enteraba de que había que llevar hechos tales deberes, entregar un trabajo o que caía un exámen… Pero tocaba la guitarra como nadie. La profesora de inglés no sabía qué hacer con él e insistía: “Please, Patricia, help him! Otherwise, he won’t pass”. Ni con Nirvana te entraba el inglés, amigo. Ni de la voz del propio Kurt. Álex era como un globo de helio que debías sostener atentamente para que no se te perdiera por el cielo, como sus siempre soñadores ojos.
Menudo comienzo de los noventa… yo me vestía grunge sin saberlo al principio; lo descubrí ojeando las portadas ofrecidas por innumerables revistas de moda, en los kioskos donde compraba chicles y algún libro de promociones coleccionables. Después me lo confirmó esa chica que siempre estaba en un rincón del insti fumándose un cigarro antes de entrar a clase: “¿Qué pasa, chica grunge?”. Si me viera ahora, tendría que saludarme igual, pues no me abandona el mismo look de vaqueros con jersey anchote y viejo, ni las botas de montaña o zapatillas sucias (salvo que nos “señoreemos” para ir de eventos).
Se me está yendo la pinza. Va a ser verdad que ves tu vida pasar por delante cuando la cosa se pone fea.
Ay, Kurt, si vieras la que se nos viene encima. Y no te perdono los treinta años de música que nos debes. Pero te agradezco que hayas venido a salvarme esta columna.
Patricia Vallecillo – escritora y presidenta de la Asociación de Escritoras 100 Miradas.
Autora de la trilogía Las abejas de Malia y del cuento Letras para una bruja.
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